Oratorio San Felipe Neri de Alcalá de Henares

III Domingo de Pascua. B
14-IV-2024

Resucitado ya de entre los muertos, durante cuarenta días Jesús estuvo apareciéndose a los Apóstoles y a otros discípulos. ¿Qué buscaba Jesús con estas apariciones? Primero, grabar en su inteligencia una verdad: que él estaba vivo. Segundo, confirmar que lo que había enseñado durante su vida pública era verdadero. Tercero, dejarles claro cuál era su deber y su misión para el futuro. 

El evangelio nos sitúa en el momento en el que los discípulos de Emaús vuelven a Jerusalén. Tras la muerte de Jesús, habían perdido la fe en que fuese el Hijo de Dios, ya no creían siquiera que fuera el Mesías, y solo podían pensar en él como un profeta, malogrado como tantos otros en la historia de Israel. Descreídos y descorazonados, habían abandonado al grupo y se habían vuelto a su vida anterior. Jesús resucitado les sale al encuentro… No voy a contar ahora todo el episodio, solo recordar que, tras este encuentro, los dos discípulos vuelven a Jerusalén donde están los Apóstoles, algunas de las mujeres que los habían acompañado desde Galilea, la Madre de Jesús, y otros discípulos. Allí, cuando están contando a los Apóstoles lo que les había pasado, Jesús se presenta en medio de ellos.
Jesús vive. Esta es la primera verdad. ¿Pero cómo vive? Decimos que los muertos viven, porque el alma del hombre es inmortal. Pero cuando decimos que Cristo vive no estamos hablando de la supervivencia del alma tras la muerte, sino de que el alma se ha unido otra vez al cuerpo y que ambos tienen vida humana verdadera.
Lo primero que se les pasa a los apóstoles por la cabeza es que están delante del espíritu de Jesús. Dice el evangelio: «creían ver un espíritu». Y creyendo estar ante un espíritu de ultratumba se aterraron, como nos pasaría a cualquiera. Aún no les cabía en la cabeza que Jesús estuviera vivo en cuerpo y alma. Pero Jesús les dice: «¿Por qué os alarmáis? … Mirad mis manos y mis pies: soy yo en persona. Palpadme y daos cuenta de que un espíritu no tiene carne y huesos, como veis que yo tengo». Los apóstoles van a pasar del miedo a una especie de estado de atontamiento, porque no sabían muy bien qué pensar, no dejaban de tener miedo, al tiempo que la alegría empezaba a despuntar en sus almas. Para mostrarles que era él, en cuerpo y alma, les pide de comer y come un pescado, ¡como tantas veces había hecho antes de su muerte!
Por tanto, estaba vivo con su cuerpo humano y su alma humana. Pero entonces, ¿había diferencia entre la humanidad de Cristo antes de su muerte y después de su resurrección? Sí, una diferencia enorme: que su humanidad ahora participaba plenamente de la gloria y del poder de su divinidad. ¿Tiene la divinidad alguna limitación? No. Su humanidad ahora tampoco. Está ante sus discípulos y está ante su Padre, se manifiesta a quien quiere y se oculta a quien quiere. No necesita abrir las puertas para entrar o para salir. Su humanidad gloriosa participa plenamente de la gloria de su divinidad. ¡Adán ha sido perfeccionado! Ha sido llevado más allá de sus propios límites, elevado por encima de la creación, hasta participar del ser de Dios. ¡Adán ha llegado a ser Dios! Y ¡¡¡este es nuestro destino‼! ¿Esperamos que nuestra alma sobreviva a la muerte? Sí, claro. Como lo han esperado muchos hombres antes y después de Cristo. Pero esperamos más, mucho más, esperamos resucitar con Cristo y participar con él de la gloria de su humanidad nueva. Esto nos enseña Cristo respecto a que él está vivo.
 
Pero también les va a enseñar que todo lo que les había dicho durante su vida pública era verdad. Después de comer el pez asado, les dice: «Esto es lo que os dije mientras estaba con vosotros: que era necesario que se cumpliera todo lo escrito en la Ley de Moisés y en los Profetas y en los Salmos acerca de mí». Jesús les había dicho desde el principio de su vida pública: Ese de quien hablan las Escrituras, «la Ley, los Profetas y los Salmos», ese soy yo. Yo soy el Mesías. Y uno con Dios y su Hijo Único, el único salvador del cada hombre, el que puede dar vida eterna a quien crea en mi. En cada palabra y en cada milagro de su vida pública Jesús afirmaba estas cosas. Eso es lo que había escandalizado a los de su propia familia, hasta pensar que estaba loco; y lo que había escandalizado a los del Sanhedrín, hasta sentenciar que era un blasfemo y que merecía la muerte. Y ahora Jesús, vivo, les dice: con mi vida, con mi muerte y con mi resurrección se ha cumplido todo lo que había sido anunciado por Dios en la Escritura acerca del Mesías: «yo soy»; y es verdad todo lo que os dije. Sí, «yo soy». Es verdad lo que él había afirmado: que ante él nos jugamos la vida y la muerte eternas. Da lo mismo lo que piense de nosotros el vecino, el presidente del gobierno, el maestro, el padre, la madre o el amigo. Cada uno de nosotros decidimos nuestro destino eterno única y exclusivamente ante Cristo vivo. Solo a él le debo fe divina, amor incondicional, y él es el único objeto de mi esperanza.
 
Estoy vivo, primera cosa. Soy de verdad el Mesías anunciado por la Escritura, el Hijo de Dios, y el único Salvador, segunda cosa. Y, ahora, les muestra lo que a ellos les queda por hacer. Les dice: «Está escrito —anunciado por Dios en la Escritura—: el Mesías padecerá, resucitará de entre los muertos al tercer día y en su nombre se proclamará la conversión para el perdón de los pecados a todos los pueblos, comenzando por Jerusalén. Vosotros sois testigos de esto». La muerte y la resurrección del Mesías ya se ha cumplido, ahora, en cada generación de la historia y en cada rincón de este mundo «se proclamará la conversión para el perdón de los pecados». Esto es muy importante. Cuando llegamos a este punto, el de la resurrección de Cristo, solemos olvidar la obligación de convertirnos. La hemos afirmado en la Cuaresma y parece que ahora nos sobra. Pero nada de eso. Justo al afirmar la resurrección de Cristo y su nueva gloria es cuando llega el momento definitivo de la conversión.
Es ahora cuando su amor, llevado al extremo de la muerte, ha vencido sobre nuestro pecado. Ha vencido y, como dice san Juan: «tenemos a uno que abogue por nosotros ante el Padre: a Jesucristo, el Justo». Él se ha entregado por nosotros: «es víctima de propiciación por nuestros pecados», la víctima que libremente se ha entregado en nuestro lugar, para suplicar al Padre nuestro perdón. Ahora vive y su amor por nosotros nos hace capaces de cambiar de vida. Si ese amor suyo no nos conmueve y nos hace cambiar y suplicar a Dios el perdón, entonces no tenemos esperanza. Volvamos a él. Este es el momento. 1) Es ahora cuando su amor hace posible la conversión.
Pero también 2) ahora la conversión es la verdadera  respuesta de nuestro amor. Este al que hemos olvidado, despreciado, desobedecido, tomado como un lunático y un exaltado, es el Hijo de Dios que se hizo hombre por amor nuestro. Hemos matado a quien nos ama. Pero no lo sabíamos, éramos ignorantes. Sin embargo, hora sabemos que ha muerto por nosotros y que vive. Y ahora, lo que podemos hacer, como respuesta a su amor, es convertirnos. Es lo que dice Pedro a los judíos: «Vosotros matasteis al autor de la vida, pero Dios lo resucitó de entre los muertos». Es tremendo: Pedro les dice esto a los del Sanhedrín en el mismo lugar del Templo en el que habían rechazado a Jesús por blasfemo y habían querido apedrearlo, en el pórtico de Salomón. Ahora, en el mismo lugar, Pedro concluye: «arrepentíos y convertíos, para que se borren vuestros pecados».
Es en nuestro corazón y en nuestra voluntad donde desobedecimos el mandato de Cristo, donde decidimos dejarnos llevar por el pecado. Al mismo lugar, a nuestro corazón y a nuestra voluntad, se dirige de nuevo la palabra de Dios: «Arrepentíos y convertíos, para que se borren vuestros pecados». Tomemos la decisión de amar a quien nos ha amado, de obedecerlo, de fiarnos de él, de entregarnos a él, de creer en él, y esperarlo todo de él. Guardemos su palabra, guardemos sus mandamientos, como recuerda también san Juan. La conversión es la verdadera respuesta de nuestro corazón al ver resucitado a Cristo, a quien nosotros matamos, al escuchar de sus labios: «Paz a vosotros». ¿Qué podemos hacer cuando, aquel a quien hemos crucificado, el que nos creó, que el nos amó, viene a nosotros y nos dice: «Paz a vosotros»? ¿Qué hacer sino dejar que se parta el alma, arrepentirnos y convertirnos?
Queda una cosa en el evangelio de hoy: «Vosotros sois testigos de todo esto». Con nuestra propia conversión, con nuestro cambio de vida, proclamemos ante el mundo que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, que murió por nosotros y vive para siempre, y es el único Salvador del hombre. No tenemos la obligación de convertir a nadie, pero sí de convertirnos nosotros y de llamar a los otros a la conversión. Convirtámonos de una vida mediocre a una vida de santidad, la vida nueva de los hijos de Dios.
 
Alabado sea Jesucristo
Siempre sea alabado

Enrique Santayana C.O.
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Homilía del III domingo de Pascua, 2024,
ciclo B
en la iglesia del Oratorio de San Felipe Neri
de Alcalá de Henares
Autor-1631;P. Enrique Santayana
Fecha-1631Domingo, 14 Abril 2024 10:46
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