Oh Dios, ten compasión de este pecador.

Homilía (27-X-2017) XXX Domingo TO - C

La lucha de los cristianos no es la lucha por prevalecer sobre los malvados, sino la lucha para que el bien prevalezca en nosotros sobre nuestras propias pasiones y pecados; no es la lucha contra nuestros enemigos, sino la lucha por amar incluso a nuestros enemigos. En esta lucha es del todo necesaria la oración, porque solo de Dios podemos recibir el auxilio que necesitamos: «El auxilio me viene del Señor, que hizo el cielo y la tierra». Pero la oración nace de la fe y es un acto de fe. La oración es el grito, la súplica, el llanto, o la acción de gracias, de la fe que se dirige a Dios. Quien cree, ama y espera, ¡ese es el que ora! Recordemos las palabras de Cristo en la cruz: «A tus manos, Señor, encomiendo mi espíritu». Con esta oración Jesús se entrega a Dios. El Hijo se entrega a Dios. No son solo palabras, sino un acto de entrega a Dios, un acto de fe.
 
Hoy Cristo nos habla de la necesidad de rezar con humildad, humildad ante Dios y humildad con relación al prójimo. Si profundizamos en lo que es la fe, entenderemos mejor lo que nos dice. Por tanto, preguntémonos qué es la fe.

Cuando decimos «Creo en Dios Padre todopoderoso… en Jesucristo, su único Hijo, nuestro Señor… en el Espíritu Santo» le estamos diciendo a Dios: Sí, Tú existes, Tú eres, y eres Dios, desde siempre y para siempre, quien da el ser a todo lo que existe. Tú existes como misterio de amor, de vida y de fecundidad; Tú, Padre, Tú existes y desde la eternidad engendras a tu Hijo y lo unges con tu Espíritu; Tú, Hijo único de Dios, que desde lo eterno recibes de tu Padre amorosamente todo con el dulce Espíritu y con ese mismo Espíritu colmas de gratitud a tu Padre. Tú existes, Dios Espíritu Santo, que procedes del Padre y del Hijo, vínculo de amor entre ellos; Tú, el amor con el que el Padre perfuma y embellece al Hijo, el amor con el que el Hijo glorifica y afirma al Padre.

Cuando rezamos el Credo afirmamos también las obras de la Trinidad: «Sí, Tú nos has creado. Nos has hablado, te has acercado a nosotros y nos has llamado a ti. Y Tú nos has redimido vertiendo la sangre. Y Tú nos santificas en este tiempo, en nuestros días, en la Iglesia, con los sacramentos».

Por último, cuando decimos «Creo en Dios Padre todopoderoso… en Jesucristo… en el Espíritu Santo» estamos diciendo: «Tú, que existes y que obras maravillas, Tú eres el Único Necesario; solo tú fuente de vida, no yo; solo Tú eres fuente de dicha y alegría, no yo; solo tú eres fuerte frente a mi pecado; solo tú salvas, solo me justificas, solo tú me elevas hasta ti, como un niño pequeño es tomado, es llevado hasta el pecho y elevado hasta que puede mirar de frente los ojos de su padre. Solo tú me elevas hasta ti, no yo, y me entrego a ti y me pongo en tus manos.
Esto es la fe. Y en ella está el origen de la humildad. El hombre solo puede ser humilde si reconoce a Dios como Dios y se reconoce a sí mismo como criatura, antes que nada criatura, luego imagen de Dios, luego redimido, luego agraciado con la filiación divina y con la herencia de la Vida Eterna. La fe lleva forzosamente a la humildad, porque la fe es la afirmación de Dios como único Dios, del Dios que existe, que es veraz y ante el que me postro, a quien se dirige mi afecto, de quien espero la salvación final. Quien mira así a Dios no puede ensoberbecerse ante él y no puede mirar con desprecio a su prójimo. La fe lleva al hombre a la humildad. El que desprecia al hombre es el diablo, que no cree en Dios. Sabe que Dios existe, lo sabe mejor que nadie, pero no puede darle fe, no puede creer en él, no puede amarlo, ni esperar en él ni alegrarse de su existencia. Y desprecia al hombre, como despreció a Cristo y no puede entender cómo el Hijo de Dios se hizo hombre, no puede entender la humildad de Dios. El fariseo de la parábola no cree en Dios, solo cree en sí mismo. Su oración gira en torno a sí mismo, no se dirige a Dios, habla solo.

Solo la fe nos hace realmente humildes. Hay también una falsa humildad, llena de tristeza y amargura. Es la humildad de quien reconoce las miserias de su corazón y de su vida, pero no puede ir más allá de su propio ser y no puede pedir perdón a nadie. Está solo con su miseria, que le colma de tristeza. No es capaz de dirigir a Dios su oración como el publicano de la parábola: «¡Oh Dios!, ten compasión de este pecador». La falta de fe le impide ir más allá de su propia miseria y suplicar a Dios. Este está también solo, a solas con la miseria de su corazón o con la pobreza de su vida.

Pero el hombre de fe dice: Solo Dios basta; solo Dios es Dios; solo Dios es necesario. Y se alegra de que Dios exista y de que Dios sea Trinidad. Y se alegra de la obra de Dios. Se alegra de la creación, del cielo que cubre nuestras cabezas, que ya estaba cuando vivieron nuestros antepasados y que seguirá ahí por generaciones hasta que llegue la parusía. Se alegra de la abrumadora grandeza de la redención, que se hizo con tanta humildad en el silencio de Dios: en el oculto seno de María, en el silencio de Belén, en la cruz desnuda, en el oscuro sepulcro. El hombre de fe se llena de alegría ante todas las obras de Dios, las grandes y las pequeñas. Se alegra, como san Francisco de Asís se alegraba, aunque en su corazón haya miserias, aunque su vida sea pobre. Más aún, se goza de su propia pequeñez que contempla en las poderosas manos de su Dios; y se goza de sus hermanos, aunque tengan sus miserias… porque cree en Dios, porque cree que todo lo hizo bien, porque cree en el poder redentor de la sangre de Cristo, porque cree en el Espíritu Santo y en su poder santificador.

De la fe nace una oración humilde, que termina por olvidarse de sí para afirmar a Dios y a su obra, a cada hombre creado por Dios. Se olvida de sí y se alegra con Dios. Y con la humildad la oración se hace profundamente fuerte y poderosa. La primera lectura muestra como si la oración del creyente fuese tan vívida, que cobrase existencia propia… personificada ante Dios: «La oración del humilde atraviesa las nubes y no se detiene hasta que alcanza su destino. No desiste hasta que el Altísimo atiende y le hace justicia». La oración del humilde es tan poderosa que Jesús dice que consigue la justificación del injusto. El publicano es un ladrón y un traidor a su pueblo. Él lo sabe, no se atreve a levantar la mirada, reza desde lejos, pero hace un acto de fe, se golpea el pecho y eleva su súplica: «Oh Dios, ten compasión de este pecador». Jesús dice que se fue de allí justificado. Es decir, dejó de ser injusto, fue hecho justo, dejó de ser un ladrón y un traidor, fue transformado. Fue Dios quien lo hizo, solo Dios puede cambiar el alma, solo él la puede perdonar, purificar y recrear.

Esta es la oración humilde que nace de la fe. La humildad a la que Jesús nos invita hoy y que será nuestro gozo: «el que se humille, será enaltecido». Confesemos ahora con el Credo la fe en Dios Uno y Trino, que nuestras palabras sean un verdadero acto de fe, que la fe nos haga humildes y vivifique nuestra oración.
 
Alabado sea Jesucristo
Siempre sea alabado

P. Enrique Santayana C.O.
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Homilía del 27 de octubre de 2019
Domingo XXX TO C
Oratorio de san Felipe Neri
Autor-1492;P. Enrique Santayana
Fecha-1492Jueves, 31 Octubre 2019 10:15
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