Oratorio San Felipe Neri de Alcalá de Henares

XXXIII Dom. C
16-XI-2025
 

«Con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas» (Lc 21,19)

 

Queridos hermanos, vayamos al Evangelio, paso a paso. Para entenderlo mejor quiero referir lo que precede a las palabras que hemos escuchado hoy. Jesús está en el Templo de Jerusalén, rodeado de gente, de los suyos y de otros. Alza los ojos, mira alrededor y, más allá de las apariencias, ve algo que nadie ve. Dice san Lucas: «Alzando los ojos, vio a unos ricos que echaban donativos en el tesoro del templo; vio también una viuda pobre que echaba dos monedillas, y dijo: «En verdad os digo que esa pobre viuda ha echado más que todos, porque todos esos han contribuido a los donativos con lo que les sobra, pero ella, que pasa necesidad, ha echado todo lo que tenía para vivir».
Aquí enlazamos ya con lo que hemos escuchado hoy. Jesús sigue atento, escucha a unos hablar sobre la grandeza y la belleza del Templo, toma pie de lo que dicen y nos enseña a mirar más allá de la apariencia, a mirar algo que, en realidad, solo él sabe: «Esto que contempláis, llegarán días en que no quedará piedra sobre piedra que no sea destruida». El Templo era un edificio suntuoso y bellísimo. Era una construcción realmente imponente. Pero Jesús, que había alabado la grandeza de la insignificante viuda a la que nadie prestaba atención, mira la grandeza del templo y ve la realidad que se oculta a todos: no quedará piedra sobre piedra. Realmente fue así, los judíos se levantaron en armas contra Roma, y Roma aplastó Jerusalén a sangre y fuego. Unos años después de la muerte de Cristo, en el año setenta, Jerusalén fue arrasada por las tropas de Vespasiano y Tito. Los que escuchaban, judíos que amaban su país y el Templo, profundamente contrariados le preguntan: «Maestro, ¿cuándo va a ser eso?». Pero Jesús no satisface esta pregunta. No quiere pararse en el fin de Jerusalén, quiere ir aún más allá, cuando al final de la vida de cada uno de nosotros, y también al final de la historia del mundo, todo se tambalee: el orden de nuestra vida, lo que creemos seguro, aquello en lo que ponemos el corazón y los afectos. Todo caerá cruelmente. Ese momento de crisis en el que el diablo se acerca para prometernos una falsa salvación. Y advierte sobre ese momento: «Mirad que nadie os engañe. Porque muchos vendrán en mi nombre diciendo: “Yo soy”, o bien: “Está llegando el tiempo”; no vayáis tras ellos. Cuando oigáis noticias de guerras y de revoluciones, no tengáis pánico. Porque es necesario que eso ocurra primero, pero el fin no será enseguida». Es necesario para que se cumpla el plan salvífico de Dios que todo llegue a su fin y dé paso a la nueva creación. Ha de terminar nuestra vida en la tierra, para dar inicio a nuestra vida en Dios. La existencia de este mundo creado ha de llegar a su fin para que podamos ver el cielo nuevo y la tierra nueva que Cristo ha inaugurado. Él dice en el Apocalipsis: «Todo lo hago nuevo»; y para alcanzar esa nueva creación, la vieja ha de concluir.
Ahora bien, en este mundo afectado por el pecado, en el que el diablo lucha por arrancarnos de las manos bondadosas del Creador, el fin está marcado por la violencia, la injusticia. Después de hacerse hombre, ¿ha llegado Cristo tranquilamente hasta la gloria de la Trinidad? No, sino que ha sufrido violencia. No alcanza la resurrección sin antes padecer injusticia y violencia. Así, también la creación y nosotros, para alcanzar la vida nueva, sufrimos enfermedades, injusticias, abandonos, decepciones de amigos, decepciones de hijos… y finalmente, la muerte. Y Jesús, que va por delante de nosotros, da dos indicaciones: no hagáis caso de los que usen el nombre de Cristo para prometeros una salvación fácil, y no os dejéis llevar por el pánico, porque, aunque el diablo piense destruir la obra del Creador, al final, se cumple el plan salvífico de Dios, el único que tiene en sus manos la creación y la historia del hombre.
 
Añade Jesús ahora otra noticia: No solo el final de la vida personal de cada uno y el final del mundo están marcados por la guerra. El diablo, rabioso, envidioso del destino para el que Dios nos ha creado, envidioso del destino que Cristo nos ha ganado con su sangre, nos hace la guerra siempre. Y nosotros no solo no tenemos que dejarnos llevar por el pánico, sino que debemos aprovechar para dar testimonio de aquel en quien confiamos, porque nos ha amado. Así enseña Jesús: «Se alzará pueblo contra pueblo y reino contra reino, habrá grandes terremotos, y en diversos países, hambres y pestes. Habrá también fenómenos espantosos y grandes signos en el cielo. Pero antes de todo eso os echarán mano, os perseguirán, entregándoos a las sinagogas y a las cárceles, y haciéndoos comparecer ante reyes y gobernadores, por causa de mi nombre. Esto os servirá de ocasión para dar testimonio».
 
Añade Jesús advirtiendo de algo que nos cuesta asumir. Esta lucha en la que estamos metidos contra un enemigo más poderoso que nosotros, ¿la venceremos con nuestra propia inteligencia? No, nuestro enemigo es más listo que nosotros. ¿Con nuestra propia voluntad? No, nuestro enemigo sabe esperar el momento de debilidad, de cansancio, de tristeza, para tentarnos. Esto es lo que nos cuesta asumir: que nuestra fuerza y nuestra victoria vienen de Cristo: «Meteos bien en la cabeza que no tenéis que preparar vuestra defensa, porque yo os daré palabras y sabiduría a las que no podrá hacer frente ni contradecir ningún adversario vuestro». La advertencia tiene una segunda parte, que también nos cuesta asumir: que en muchas ocasiones aquellos a los que amamos se ponen de parte del mal, consciente o inconscientemente, y se convierten en instrumentos con los que el diablo intenta arrancarnos de las manos de Dios: «Y hasta vuestros padres, y parientes, y hermanos, y amigos os entregarán, y matarán a algunos de vosotros, y todos os odiarán a causa de mi nombre».
 
La verdad es que todo esto parece terrible. ¡Lo es! ¡Como es terrible la cruz de Jesús! Pero lo que el diablo no sabe es que, en el dolor que provoca su crueldad, el corazón del Justo se perfecciona amando: «habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo». En medio de ese dolor llega a su realización más perfecta el amor del Dios hecho hombre y el amor de los que se unen a él, de los santos. Por eso advertía ya el Espíritu Santo en el Antiguo Testamento: «Hijo, si te acercas al Señor, prepara tu alma para la prueba. Endereza tu corazón, mantente firme y no te angusties […]. Pégate a él y no te separes, para que al final seas enaltecido. […] Sé paciente en la adversidad […], porque el oro se perfecciona en el fuego y los elegidos, en la fragua de la humillación» (Si 2,1-5). Dios da forma al corazón de los santos en medio de las pruebas, corporales y espirituales, interiores y exteriores. Así se prepara en nuestro pecho el fuego de los santos, así se da forma en nosotros a aquel amor cuya belleza brillará por toda la eternidad. De ahí las palabras finales que hemos escuchado: «Pero ni un cabello de vuestra cabeza perecerá; con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas».
Ante la amenaza de fuerzas que nos superan, ante la injusticia y el dolor… parece que lo perdemos todo, como parecía que se perdía la vida, las palabras, la belleza del hombre de Nazaret cuando los golpes deformaban su cuerpo, cuando las acusaciones caían sobre él y su alma se llenaba de la oscuridad del pecado de todos los hombres. Lo expresa el salmo: «mis días se desvanecen como humo, mis huesos queman como brasas; mi corazón está agostado como hierba, […] se me pega la piel a los huesos. […] Mis enemigos me insultan sin descanso; furiosos contra mí, me maldicen. […] me voy secando como la hierba». Parecía que todo se perdía. Pero no, el Padre guardaba todo, y él oraba desde el fondo del alma: «mis enemigos […] acechan mi vida. Dicen: “Dios lo ha abandonado; perseguidlo, agarradlo, que nadie lo defiende”. Dios mío, no te quedes lejos, ven aprisa a socorrerme. […] Dios mío, ¿quién como tú? Me hiciste pasar por peligros, muchos y graves: de nuevo me darás la vida, me harás subir de lo hondo de la tierra; acrecerás mi dignidad, de nuevo me consolarás. Y yo te daré gracias, Dios mío, con el arpa, por tu lealtad; tocaré para ti la cítara, Santo de Israel; te aclamarán mis labios, Señor; mi alma, que tú rescataste».
 
Con esta certeza se enfrentó Jesús a la cruz y esta certeza quiere meter y plantar en nuestro corazón: que Dios nos rescatará, sin que nada se pierda. Nos rescatará con todo lo bueno, todo lo noble, con todo el bien que hayamos obrado, con todo el bien escondido en nuestra alma, oculto a los ojos del mundo, pero manifiesto a sus ojos: «Ni un cabello de vuestra cabeza se perderá; con vuestra perseverancia, salvaréis vuestras almas»

 

Alabado sea Jesucristo
Siempre sea alabado
 
Enrique Santayana C.O.
Archivos:
Homilía del domingo 16 de noviembre de 2025
XXXIII TO C
Oratorio de San Felipe Neri
Autor-1680;P. Enrique Santayana C.O.
Fecha-1680Jueves, 20 Noviembre 2025 21:38
Tamaño del Archivo-1680 74.78 KB
Descargar-1680 57

joomplu:2420