«Todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido» (Lc 18,14)
Jesús, con una parábola, nos habla del modo de hacer oración, y, en último término, del modo de situarnos vitalmente ante Dios. El inicio del relato evangélico nos muestra por qué Jesús nos habla de este asunto: «Dijo esta parábola a algunos que confiaban en sí mismos por considerarse justos y despreciaban a los demás». El Señor observa, seguramente en el Templo de Jerusalén, cómo se comportan algunos despreciando a otros; se percata también de su actitud ante Dios: seguros de sí mismos; y ve el corazón y allí la causa de todo: se creen justos.
Tenemos que explicar qué es la justicia según la Biblia, y qué es eso de «considerarse justos». La justicia es dar a Dios lo que se le debe a Dios y al hombre lo que se le debe al hombre. ¿Qué se le debe a Dios? El Antiguo Testamento lo resume así: «Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda el alma, con todas las fuerzas» (Dt 6,4). ¿Qué se le debe al prójimo?: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Lv 19,18). Pero, qué difícil resulta entender bien esto ¡en la práctica! Con respecto a Dios. Cuando pensamos en el amor de Dios hacia nosotros, imaginamos que él tiene la obligación de servirnos en las mil circunstancias de la vida; pero cuando pensamos en el amor que le debemos nosotros a Dios, nos imaginamos que casi por el mero hecho de respirar ya hemos cumplido. Pero solo son ¡imaginaciones! ¡Imaginamos que amamos a Dios! Solo eso. Casi nadie —y esto es un hecho— se confiesa de no amar a Dios como él merece ser amado, no solo con un pensamiento fugaz a lo largo del día, sino con las obras diarias, con una vida ordenada a él. ¿Amas tú a Dios con todo el corazón, con toda el alma…? ¿Qué dirías? Dime en qué se traduce ese amor. Si miras al Crucificado, verás en qué se traduce su amor por ti; dime en qué se traduce tu amor por él. Con respecto al amor al prójimo. Cristo llevó a su perfección este mandamiento en dos sentidos: primero, haciendo a cada hombre, lejano a él por sus pecados, “su prójimo”, su cercano, el que le importa; segundo, amándolo con una medida extrema, la de la entrega hasta la muerte. Ahora, dime cuántos entran dentro de tu lista de “prójimos” y verás lo pequeña que es esa lista. Y dime también en qué se traduce ese amor, y verás que tu amor no llega muy lejos. Pero no solemos hacer este examen, nos dejamos llevar por la imaginación y terminamos creyendo que amamos a Dios y al prójimo, nos creemos justos. Y así, nos acercamos a Dios con la cabeza alta, interiormente, y miramos a muchos por encima del hombro. Os digo que, si nos reconocemos entre estos a los que Jesús corrige, habremos dado un paso muy importante.
Vayamos a la parábola que Jesús propone para corregir este engaño tan habitual y tan pernicioso de creernos justos. Estamos en el Templo de Jerusalén, en el atrio de los judíos, la parte donde solo podían entrar los varones israelitas, y allí aparece un fariseo, para la época, prototipo de judío cumplidor de la ley. Seguramente camina hacia adelante, «como si el Templo le perteneciera», hasta un lugar preminente, y empieza a rezar, de pie, lo común entre los judíos, pero el evangelio dice “erguido”, esto es, insinuando una actitud arrogante[1]. Y hemos escuchado: «oraba en su interior»[2]. La verdad es que esta traducción nos despista. El original griego dice: «oraba junto a sí». ¿Qué significa esto? No que orase interiormente, sino que hablaba consigo mismo, «oraba para sí»: sin darse cuenta, dirigía su oración a sí mismo, no a Dios. Y por eso, el contenido de su oración es una alabanza de sí mismo, y un desprecio hacia los otros. El que se cree justo, al final sustituye a Dios por su enorme yo. Pero cuando hace esto, entonces, está solo. Aunque no lo sepa, el fariseo es un ateo, un hombre sin Dios y sin nadie, uno que ha matado a Dios en su corazón, a Dios y al prójimo. Está él solo. Jesús dirá que este hombre no salió del templo «justificado». ¡Atención! ¡Atención a lo que nos puede llevar el creernos justos! El maldito orgullo nos cierra las puertas de la gracia y puede cerrarnos las puertas del cielo. Puede dejarnos sin Dios.
Sin embargo, ahora aparece ante nosotros algo consolador. Ha entrado también en el Templo un publicano, el prototipo de pecador, alejado de Dios y de la comunidad judía, por ladrón y por traidor. Al entrar en el atrio de los judíos, se ha quedado atrás, como quien atraviesa sin invitación y sin permiso el umbral de una casa que no es la suya. No se atreve siquiera a levantar sus ojos. Es un gran pecador, pero nos aventaja a todos, quizás, en una cosa: sabe que no es digno de Dios, que no es digno de estar en su presencia, que no es justo, que ni ama a Dios, ni ama a su prójimo. Lo sabe, y se avergüenza. Algunos lo saben y se enorgullecen. Pero no es este el caso, este lo sabe y se avergüenza. Y hace algo más: mientras se golpea el pecho confesándose culpable, suplica, que es un acto de audacia, un momento en el que, saliendo de sí mismo, se fija en Dios y pide perdón, pide auxilio: «¡Oh Dios!, ten compasión de este pecador».
Mirad que en unas pocas frases Jesús ha descrito un movimiento del alma que tiene varios pasos: primero, el reconocimiento del pecado; después la vergüenza y el dolor; después la audacia de mirar más allá de la propia miseria, de mirar a Dios, de confiar en su misericordia y de suplicar. Todos esos pasos son necesarios. Algunos reconocen sus pecados para enorgullecerse de ellos, algo realmente diabólico. Otros llegan a avergonzarse y a dolerse, pero se resignan, se dejan llevar por su miseria y parece que su vida se va por el desagüe, en una especie de triste apatía. Hace falta el paso decisivo: mirar más allá de uno mismo, mirar a Dios y suplicarle a él. «¡Oh Dios!, ten compasión de este pecador». Este, dice Jesús, salió de allí justificado.
Así, el que se creía justo, por su soberbia, se convierte en un hombre sin Dios, en un ateo. Y el que estaba alejado de Dios por sus muchos pecados, por su humildad, es socorrido, justificado, reconciliado, se convierten en amigo de Dios. La humildad nos abre las puertas de la gracia, las puertas del cielo, nos da a Dios como tú del alma. «La oración del humilde atraviesa las nubes, y no se detiene hasta que no alcanza su destino», decía la primera lectura, y es así, la oración del humilde rompe el cerco del pecado y alcanza a Dios, llega a su corazón, y Dios derrama su gracia sobre él: «El que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido». En la cruz Cristo le ha prestado su voz al humilde y ha hecho suya su súplica. Con Cristo el humilde es escuchado y exaltado. Con Cristo el humilde tendrá a Dios como su gloria y con Cristo dirá: «Oh Dios, tú eres mi Dios, por ti me levanto» (Sal 63,2). El soberbio se tiene a sí mismo, el humilde tendrá a Dios.
Santa Teresita de Lisieux pensando en este pasaje decía algo que podemos hacer nuestro. Decía: «Yo sé hacia dónde quiero correr… No me lanzo hacia el primer puesto, sino hacia el último. En lugar de ir adelante con el fariseo, repito llena de confianza la súplica humilde del publicano»: «¡Oh Dios!, ten compasión de este pecador».
Alabado sea Jesucristo
Siempre sea alabado
Enrique Santayana C.O.
[1] La verdad es que el matiz moral, de arrogancia que señala la traducción litúrgica («erguido») no está en el texto griego, al menos de forma clara. Lo mantengo, porque así lo hacen muchos intérpretes tradicionales y es coherente con el sentido del texto. [2] Aquí hay un matiz en el que no puedo entrar: lo extraño que era para un judío una oración que no fuese vocal, que no fuese recitada con los labios. Quizá ahí se expresa ya lo que señalo a continuación, siguiendo a otros, sobre el “junto a sí”, (πρὸςἑαυτὸν)
«Cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará fe en la tierra?» (Lc 18,8)
La Escritura nos presenta hoy la oración en el centro de una lucha por la vida: Israel es atacado y Josué sale a la batalla mientras Moisés sube al monte y eleva los brazos hacia Dios, suplicando la victoria, suplicando la vida. Mientras Moisés ora así, vence Josué. La oración perseverante es dura, es también penitencia, y Moisés tiene que ser auxiliado para mantener los brazos en alto, para mantener la oración. Solo así el Pueblo de Dios alcanza la victoria sobre el enemigo que quiere aniquilarlo. La oración es una cuestión de vida o muerte. Y en la lucha decisiva de la vida es el único medio del que no podemos prescindir.
Estamos acostumbrados a lo contrario: confiamos en lo que podemos hacer con medios humanos y, consumidos esos medios, entonces rezamos un poco. La escena de Josué combatiendo a Amalec, con Moisés en el monte, con sus manos extendidas hacia Dios, ayudado por Aarón y Jur, nos dice lo contrario: el medio necesario para la victoria es la oración, de ella depende la supervivencia del Pueblo: «Nuestro auxilio es el nombre del Señor, que hizo el cielo y la tierra». No nos salvará nuestra fuerza, ni nuestro valor, ni nuestra inteligencia: «Yo no confío en mi arco, ni mi espada me da la victoria» (Sal 44,7). Tampoco de las fuerzas de este mundo nos vendrá la salvación: ni del poder político, ni del poder económico, ni de la ciencia: «No os salvará Asiria» (Os 14,3); «¡Ay de los que buscan auxilio en Egipto!» (Is 31,1). La salvación solo nos viene del cielo: «Nuestro auxilio es el nombre del Señor, que hizo el cielo y la tierra». Y la oración, y la penitencia que la hace persistente, es el instrumento para invocar el auxilio del cielo.
Es necesario, ahora, que entendamos cuál es la guerra en la que estamos metidos nosotros y para la cual la oración es el medio necesario. Vamos al Evangelio. Jesús venía hablando del tiempo en el que él volvería como juez, un tiempo caracterizado por la apostasía generalizada, esto es, por el rechazo de los hombres (Cf.: Lc 17,25). Así como la mayoría de Israel reprobó a Cristo en su primera venida, así habrá un gran rechazo de Cristo antes de su vuelta como juez. Y la lucha para la cual es necesaria la oración consiste en mantener la fe. En medio de un mundo que nos dice que Cristo ya no cuenta, que la salvación hemos de buscarla nosotros en esta tierra y que no existe más que esta vida, en medio de un mundo dominado por el mal y la injusticia, por la avaricia, por el amor al dinero, por el egoísmo y el crimen, por la lujuria desbordada… En medio de un mundo que detesta la verdad y persigue de mil formas al que busca a Dios y quiere seguir su ley, la lucha definitiva es mantener la fe: la certeza de que Dios existe y lo ha creado todo, que se nos ha revelado en su Hijo hecho hombre como un Dios trino, un Dios que es amor, y que nos ama, personalmente, hasta el extremo de la cruz, que me ha abierto el camino de la vida eterna, la vida con él. Mantener la fe es mantener esta certeza sobre Dios y acogerlo a él, su oferta de salvación, su amor, su persona, y entregarme yo a él y caminar por el camino de sus mandatos, ponerme en sus manos, y decir: «Padre nuestro…». Pues bien, «en los últimos tiempos [cuya llegada desconocemos, pero que se anticipa siempre en el presente de la Iglesia] será tan grande la iniquidad de los hombres y tan generalizada la apostasía, que cualquier medio humano será absolutamente ineficaz; solo quedará el gran remedio de la oración» (Dolindo Ruotolo).
En medio de esa lucha, él vendrá como juez justo a socorrer a los que claman a él día y noche. Tomará a los suyos y dejará al resto. Unos y otros vivimos juntos, trabajamos juntos, vamos juntos por la calle: «Estarán dos juntos: a uno se lo llevarán y al otro lo dejarán; estarán dos moliendo juntas: a una se la llevarán y a la otra la dejarán» (Lc 17,34-35). Es el juicio del juez justo[1]. «El fiel (el que mantiene la fe) será tomado, el infiel, será dejado»[2] (San Ambrosio).
Solo la oración constante es capaz de mantener la fe. Y por eso Jesús, «para enseñarles que era necesario orar siempre, sin desfallecer, les dijo una parábola». La parábola pone frente a frente a una viuda y a un juez inicuo. La viuda en la Biblia, junto con el huérfano, es el ser más desvalido del pueblo, depende de la bondad de los otros. En la parábola, la viuda, indefensa, sufre la injusticia, y clama al juez, pero es un juez inicuo, «ni temía a Dios, ni le importaban los hombres». La viuda no tiene ninguna posibilidad, pero insiste, sin cansarse, es inoportuna, hasta que logra que el juez la atienda. Y Jesús saca la conclusión de la parábola: Si el juez injusto termina haciendo justicia a la viuda, «¿no hará justicia Dios a sus elegidos que claman a él día y noche? ¿Acaso Les dará largas? Os digo que les hará justicia sin tardar». ¿Pero nos daremos cuenta nosotros de que nos encontramos en medio de una guerra y de que el mundo quiere arrancarnos la fe y separarnos de Dios? ¿No vemos al mundo avanzar posiciones en nuestra propia familia y dentro de nosotros mismos? ¿No nos daremos cuenta de que en esta guerra estamos en una situación de debilidad, cada cristiano personalmente y la Iglesia en su conjunto? ¿Seguiremos creyendo que nos ayudará tal o cual partido político? ¿Seguiremos creyendo que saldremos adelante con las armas de este mundo? La salvación no nos viene de nuestra astucia en la lucha política; ni de ocupar las cátedras de las universidades y poder exponer nuestra visión del mundo, del hombre y de Dios. No recibiremos la salvación por copar los medios de comunicación, aunque sea con la sana intención de hacer llegar a muchos el mensaje evangélico… Los cristianos laicos tendrán que luchar en todos esos lugares, como Josué en el llano, pero el único medio del que no podemos prescindir es la oración: «Nuestro auxilio es el nombre del Señor, que hizo el cielo y la tierra».
Estamos en una guerra por la fe, y en una situación de debilidad grande. Sin embargo, tenemos un arma poderosa: la oración. Cuando un hombre eleva los ojos al crucifijo y suplica, hace un acto de fe y mantiene viva su fe. Cuando un hombre se arrodilla ante el Santísimo y gime por el dolor que le supera o que no entiende, hace un acto de fe y mantiene viva su fe. Cuando un hombre, en medio del pecado generalizado, que también le llega a él y muerde su alma, eleva sus ojos al cielo y clama misericordia, hace un acto de fe y mantiene viva la fe. Cuando un hombre ve peligrar la unidad de su matrimonio y reza el Rosario, implorando el auxilio de la Madre de Dios, hace un acto de fe y mantiene la fe en medio de su desconsuelo. Cuando un hombre deja sus ocupaciones cotidianas y se pone ante el Santísimo para adorar, hace un acto de fe y mantiene viva la fe. Este es el punto fundamental. El Señor vendrá y hará justicia a los suyos, les dará la salvación que esperan; pero, ¿estaré yo entre esos que claman a él día y noche? «¿Encontrará fe en la tierra?». La oración es una cuestión de vida o muerte, porque en la lucha decisiva de la vida, la lucha por mantener la fe, la oración es el único medio del que no podemos prescindir.
Alabado sea Jesucristo
Siempre sea alabado
Enrique Santayana C.O.
[1] Esa separación aparece también, expresada de otra forma, en el anuncio del juicio final de san Mateo, donde el Juez justo separa a los hombres como se separa las ovejas de las cabras (Cf.: Mt 25,32-33)
[2] SAN AMBROSIO, Exposición del Evangelio según san Lucas, VIII, 52. Cf.: «La comunidad de vida no iguala los méritos de los hombres» (Ibid.: VIII, 47)
Habacuc, uno de los profetas, se dirige a Dios pidiéndole cuentas. La situación es que Israel, empezando por los jefes, ha olvidado a su Dios, ha olvidado la ley: injusticias, crímenes, abusos, destrucción… ¡Qué fácil sería aplicar estas palabras al presente de nuestra nación, de las viejas naciones cristianas y de la Iglesia misma! Habacuc ha predicado llamando a su pueblo a la conversión, pero nadie le hace caso. Ha pedido a Dios que corrija a su pueblo, pero tampoco él parece escucharle. Y se queja desde lo hondo del alma: «¿Hasta cuándo, pediré auxilio sin que me oigas? ¿Hasta cuándo te gritaré: ¡Violencia! [hasta cuándo te mostraré la violencia que me rodea], sin que me salves?». El profeta está atormentado por la ruina moral y religiosa de su pueblo, por el fracaso de su misión, por el silencio de Dios. El pecado parece impune, los malvados prosperan, los inocentes son pisoteados, los soberbios se ríen de la ley divina. «¿Por qué lo permites? ¡No me escuchas!».
Pero, aunque parezca lo contrario, Dios no es indiferente a la ruina moral del pueblo, ni al tormento de Habacuc. Tiene un plan de salvación y se lo comunica al profeta en una visión. Más aún, Dios quiere que todos conozcan el contenido de esta visión y le manda escribirla en una tablilla, que se puede exponer ante los ojos de todos, para que todo quede claro y manifiesto. La visión habla de un castigo purificador. Será una criba que hará caer a los soberbios: «el altanero no triunfará». No pasará la prueba el que se ensoberbece ante la ley de Dios. ¿Quién pasará la prueba? El justo, el justo que vive de fe. Es decir, el que espera en la omnipotencia del amor de Dios, aun cuando parece que todo se desmorona.
Quiero que penséis un momento en la cruz y en Jesús. También allí Jesús se dirige con las palabras del salmo a Dios: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» Todo parece fracasar en la cruz. Sin embargo, Cristo, hasta un límite inimaginable, mantiene su confianza radical en Dios, dejando que el plan salvífico de Dios se cumpla en su propia pasión, «todo está cumplido», y entregándose del todo en manos de su Padre: «Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu». En ningún sitio encajan mejor las palabras dichas a Habacuc que aquí: «el justo vivirá de fe». Por esta fe, el Hijo eterno hecho hombre obedece hasta el final, se sumerge en la muerte del hombre, y va más allá de todos los límites de la creación hasta vencer la muerte, resucitar, ascender a los cielos y adentrarse en la vida divina. Sí, «el justo vivirá de fe».
Solo la fe nos guía en este mundo de sombras y apariencias, solo ella nos da luz y conocimiento cierto de Dios y de su amor. Solo la fe nos sostiene en la enfermedad, en el dolor, en la injusticia, en el sacrificio que exige el amor, solo la fe fortalece en la hora de la prueba, solo ella nos permite afrontar la muerte y vencerla hasta alcanzar con Cristo la vida de Dios. Así que la petición que inicia el evangelio de hoy es una petición muy necesaria: «Auméntanos la fe».
La fe nos da el conocimiento cierto de Dios y, además, es un vínculo invisible pero real con él, nos une a él. El impío, el hombre sin Dios, está solo, no le queda más que confiar en sus propias fuerzas o rendirse ante el dolor y la muerte; no puede sino tener el alma hinchada y ser altanero, o rendirse ante la vida, lo que los clásicos llamaban el fatum, la fatalidad de la vida. El justo tiene a Dios, la fe le da a Dios, con eso enfrenta la vida. La enfrenta como un niño que se agarra a la mano de su padre.
«Señor, auméntanos la fe»: danos luz para conocer el plan de Dios y abrazar lo bueno que él realiza ocultamente, en medio del mal que se levanta a nuestro alrededor y también dentro de nosotros. Danos luz para que podamos ver a Dios con los ojos del alma, y adherirnos a él.
Jesús entiende que es la petición más que justa, y hace un elogio de la fe. Por pequeña y vacilante que parezca, la fe tiene el poder de hacer cosas que ni siquiera hubiéramos podido imaginar: que el hombre, mortal y miserable, pueda alcanzar a Dios; que pueda ir más allá de todo lo creado, superar la muerte y plantarse en Dios. Esto es lo que hace la fe: toma un árbol y lo planta en el mar; nos arranca de este mundo y nos planta en el corazón de Dios. Lo hace no evitando el dolor, la injusticia de los hombres, la guerra… sino tomando la mano a Dios, para que él nos lleve, como un padre a su hijo pequeño y querido. La fe nos enseña a ser hijos y a vivir como hijos, pendientes de Dios, con su nombre constantemente en nuestros labios: «Padre nuestro».
Eso enlaza con la segunda parte del evangelio. El hombre de fe, vive de Dios, agarrado a su mano, y sabe que sin él no es nada. Por eso se hace humilde. Después de la muerte y la resurrección de Cristo, los apóstoles van a protagonizar un milagro inimaginable: van a arrancar a los hombres del mundo y los van a plantar en Dios. Por la predicación del Evangelio y por los sacramentos van a llenar el seno de Dios de hombres, mujeres, niños… Pero tienen que saber que no hacen más que lo que deben. Han de mantenerse humildes y, después de cumplir el trabajo encomendado, con éxito o con fracaso, decir: «somos siervos inútiles, hemos hecho lo que teníamos que hacer».
También nosotros debemos pedir a Cristo que nos aumente la fe que nos permite vivir unidos a él y alcanzar la vida eterna. Esa fe nos da a nosotros, como antes a los apóstoles, hoy, igual que hace dos mil años, el poder de plantar a Cristo en el corazón de los hombres, darles la vida divina. Podemos y debemos dar esta vida a nuestros hijos, a nuestros amigos, a los que nos rodean y viven sin Dios, sin verdad, sin esperanza. Y, sin embargo, debemos entender que esta obra inmensa, ¡dar a los hombres la vida de Dios!, es solo nuestra obligación, que nunca la hacemos del todo bien, que, en último término, es una obra divina. Debemos mantenernos humildes. Si vemos que nuestras palabras y el ejemplo que damos a nuestros hijos son eficaces y también ellos se mantienen en el camino de la fe, no creamos que es un gran mérito: hemos hecho lo que teníamos que hacer. Y si vemos que, por el contrario, fracasamos, entendamos que eso es lo normal, porque nosotros no somos nada para una obra tan grande; pidamos entonces a Dios, que sea él quien lleve a buen puerto la educación en la fe de nuestros hijos. En el éxito o en el fracaso, como padres, como amigos, como predicadores de la verdad, que podamos decir: «Somos siervos inútiles. Hemos hecho lo que teníamos que hacer».