ENMANUEL
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- Escrito por P. Enrique Santayana Lozano C.O.
- Categoría: Domingo IV
IV Domingo Adviento A
21-XII-2025
«La virgen está encinta y da a luz un hijo… Enmanuel»
(Is 7,14)
La lectura de Isaías es muy conocida, la escuchamos muchas veces en la liturgia. El rey Ajaz se estremece ante los ejércitos de Samaría y de Siria que se dirigen hacia Jerusalén, y la ciudad se estremece de miedo, «como se estremecen los árboles del bosque por el viento», dice la Escritura. En la persona del profeta Isaías, sacerdote importante de Jerusalén, Dios sale al paso del rey y le pide confianza. Y para que su alma pueda fiarse y dejar paso a la calma, le dice: pídeme un signo, que yo te lo daré; un signo «en lo hondo del abismo o en lo alto del cielo». ¡Un gran signo! a la altura de la situación de vida o muerte en la que se encuentra la nación. La respuesta de Ajaz no puede ser más necia: «No lo pido, no quiero tentar a Dios». ¡Pero si es Dios quien por el profeta te está diciendo que se lo pidas! ¿Qué hay en el fondo? El convencimiento de que Dios no está, y de que tiene que enfrentarse solo ante el peligro. El rey cree estar solo. Y con ese triste convencimiento, su corazón no solo se ha llenado de miedo, sino que se ha empequeñecido. Ya no desea cosas grandes: ser un pueblo libre, el pueblo de Dios. Ahora, se conforma con sobrevivir y, desoyendo a Isaías, buscará auxilio en Asiria, la gran potencia del momento. Y Asiria le ayudará, pero ¡no gratis! Judá se convirtió en su vasallo.
Vengamos a nosotros, porque nuestro corazón, como el de Ajaz, se ha empequeñecido. Cuando Dios nos trae a la existencia, nos acompaña la llamada de su amor, que no pasa y no muere. Nos trae a la existencia para una vida grande, su vida. Pero enseguida creemos que Dios está lejos y nosotros solos. Y solos elegimos profesión, solos elegimos esposo o esposa, solos nos enfrentamos a los retos de la vida, solos ante la enfermedad o la muerte. ¡Solos! Y ocurre que se empequeñece nuestro corazón: olvidamos la llamada de Dios a ser señores del mundo, libres para un amor perfecto, y nos entregamos a cualquier pequeño consuelo: a alguien que me mire, al amor siempre pobre de un hombre, al amor siempre pobre de una mujer, a un sueldo… Hablo ahora solo de cosas buenas, pero a las que nos entregamos olvidando nuestra grandeza: que somos hijos de Dios y hemos venido a este mundo para alcanzar la vida de Dios. Solo aspiramos a cosas de este mundo, ¡no queremos tentar a Dios!, como el rey Ajaz. Como si fuese soberbia aspirar a la vida divina. ¡Pero si Dios ha puesto en el corazón del hombre el deseo de alcanzarle a él! ¡Pero si es Dios quien ha dejado en nuestro corazón su voz que clama: «Busca mi rostro»!
La falta de confianza de Ajaz ofende a Dios, pero no se da por vencido: «¿No os basta cansar a los hombres, que cansáis incluso a mi Dios?», le dice el profeta al rey. Y sigue: «el Señor, por su cuenta, os dará un signo. Mirad: la virgen está encinta y da a luz un hijo, y le pondrá por nombre Emmanuel». Un signo que conmueve el universo y sus leyes: una virgen que espera un hijo y un hijo que es Dios. Si nosotros nos olvidamos de Dios y así de nuestra grandeza, Dios viene a nuestra pequeñez, a un seno virginal y se hace Dios con nosotros. ¿Cumplirá Dios una promesa así? La respuesta la tenemos en la Navidad que nos disponemos a celebrar.
El evangelio de hoy nos ayuda a acercarnos a este cumplimiento de la promesa de Dios, de la mano de José. María se encontraba desposada con José. Ya eran esposos, aunque no habían comenzado la convivencia conyugal. San Mateo dice que José era un hombre justo, fiel a la ley divina, porque la ley expresa la voluntad de Dios. Por eso cuando José viene a saber que María, cuando no había comenzado la convivencia conyugal, espera un hijo, decide actuar conforme a la ley divina y repudiar a María, rechazarla como esposa. Sin embargo, la atención a la ley divina no es para José una simple atención a una ley escrita, es una atención a Dios, un estar dispuesto para Dios. Al escuchar la ley, José escucha a Dios, dialoga con él, por eso le va a ser fácil el paso siguiente. San Ambrosio dice que en José además de la justicia, se da la amabilidad, la piedad humana. Justicia porque no se plantea otra cosa que no sea hacer la voluntad de Dios; amabilidad, piedad humana, porque busca la forma menos gravosa para María: repudiarla en secreto. Esa forma elevada de justicia y esa piedad, le preparan para el paso siguiente: «se le apareció en sueños un ángel del Señor que le dijo: “José, hijo de David, no temas acoger a María, tu mujer, porque la criatura que hay en ella viene del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo y tú le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de los pecados». Conviene detenernos y aprender con José a mirar a Jesús: viene del Espíritu Santo, es decir, del Espíritu de Dios, que es vínculo de amor y, por eso también, Espíritu creador todopoderoso. Jesús es el don del amor libre y soberano de Dios. Es en este momento donde se va a mostrar la verdadera justicia de José: siempre dispuesto para Dios: en la obediencia a su ley y en la obediencia a su palabra directamente recibida. En cuanto recibe este mensaje del ángel, se levanta dispuesto a acoger a María bajo su protección de esposo. Así dice el Evangelio: «Cuando José se despertó, hizo lo que le había mandado el ángel del Señor y acogió a su mujer». El texto griego subraya la prontitud de José, indicando que la acción de acoger a María fue inmediata, como si aún no hubiese terminado de abrir los ojos y ya estuviese buscando a María. José entra así, con su justicia, con su bondad y con su obediencia en el plan de Dios y contribuye con lo que le toca en el plan de la salvación universal.
Antes de la aparición en sueños del ángel, José se tumbó turbado, pero a diferencia de Ajaz, no rechaza el mensaje divino que le viene al encuentro en su angustia. José no esperaba un milagro así, fue sorprendido por Dios, con el gran signo anunciado siglos atrás por Isaías: «Mirad: la virgen concebirá y dará a luz un hijo y le pondrán por nombre Emmanuel, que significa “Dios-con-nosotros”». Dios se hace hombre para ser Dios con nosotros. Este es el gran signo que conmueve el orden del universo. Ese signo se levanta ante nosotros para sacarnos de nuestro olvido de Dios, del olvido de nuestra grandeza, para ensanchar nuestro corazón. Es posible que, olvidados de Dios y de nuestra grandeza, creyéndonos solos, nos hayamos conformado con una vida pequeña, peor aún, que nos hayamos conformado con nuestros pecados que nos llevan a la muerte, pero Dios no se ha olvidado de nosotros y viene a buscarnos en nuestra vida pobre, en medio de nuestras angustias y miserias. Se hace Dios con nosotros, para tomarnos con él. De repente nuestra vida gris se llena de luz. Una luz que vencerá el pecado y la muerte y estallará en la resurrección.
Dios nos llama a dos cosas: a la vida grande que habíamos olvidado, la vida divina, el amor trinitario, la habíamos olvidado, pero él nos la trae; y a colaborar, como José, cada uno con su misión particular, en el plan de la salvación eterna.
Alabado sea Jesucristo
Siempre sea alabado
Enrique Santayana C.O.
Venerable José Rivera - Vida y doctrina II
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- Escrito por Rubén Núñez
- Categoría: Ejercicios de los Sábados

Venerable José Rivera - Vida y doctrina II
Mons. Demetrio Fernández González, Obispo emérito de Córdoba
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Segunda charla de Mons. Demetrio Fernández sobre la vida y doctrina del venerable don José Rivera.
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Primer día: Venerable José Rivera - Vida y doctrina I
Santo Tomás Moro
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- Escrito por Rubén Núñez
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Santo Tomás Moro
Padre Julio González
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El padre Julio González nos presenta la vida de Santo Tomás Moro.
INMACULADA 2025
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- Escrito por P. ENRIQUE SANTAYANA LOZANO C.O.
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8-XII-2025
«He aquí la esclava del Señor» (Lc 1,38)
Empecemos por san Pablo, que ayuda a entender el significado de la inmaculada concepción de María en el marco del plan con el que Dios inició la creación del mundo y del hombre. Desde los textos más antiguos, la Biblia afirma que el centro de la obra divina es el hombre. Él creó un mundo inmenso para el hombre. Contra todas las corrientes pesimistas, antiguas y modernas, que ven en el hombre algo oscuro, vil y despreciable, la Biblia entiende que hay algo grande, bello y bueno en él, algo por lo que Dios lo ha hecho centro de la creación. ¡Tanta belleza, tanta grandeza, tanto orden en sus leyes naturales, que la ciencia no para de descubrir! ¡Y todo para el hombre! «¿Qué es el hombre para que te fijes en él?», dice el salmo ocho. Hay un misterio de grandeza en nosotros, que la Escritura cifró en la expresión «imagen de Dios», y que solo se desvela con la encarnación, la muerte y la resurrección del Jesucristo. Cristo nos muestra el verdadero destino de Adán. San Pablo es el primer autor cristiano que reflexiona sobre este destino, el para qué de la creación del hombre. En la segunda lectura de hoy lo resume en tres ideas.
Primero, la SANTIDAD: El hombre ha sido creado para la santidad. Hasta entonces era vista en la Biblia como un atributo exclusivamente divino. Sin embargo, mirando a Cristo como verdadero Adán, san Pablo dice: «Dios nos eligiópara que fuésemos santos e intachables». Segundo, la FILIACIÓN DIVINA: Somos criaturas, no somos Dios, pero hemos sido creados para recibir su naturaleza, llegar a ser hijos de Dios y participar de las relaciones únicas de la Trinidad. La filiación divina no es un desarrollo natural de nuestro ser, sino un don sobrenatural, un don que viene de lo alto y nos eleva en el ser. Dios, ha dicho san Pablo: «nos ha destinado […] a ser sus hijos», un don sobrenatural que Dios nos ha concedido «en el Amado», en Cristo. Y tercero, la GLORIA DIVINA: Dios nos ha creado para que alcancemos una belleza y un bien tan grande que él pueda complacerse en nosotros. San Pablo lo dice así: «para que seamos alabanza de su gloria». Un siglo después, san Ireneo desarrolló esta idea: «La gloria de Dios es el hombre viviente; y la vida del hombre es ver a Dios»[1].
Pensamos que nuestro ser es despreciable y que nuestro futuro es gris, que no valemos nada. ¡Qué gran mentira del diablo que nos entristece y debilita nuestro ánimo! ¡Nosotros hemos sido creados para Dios! ¡Nuestro destino es Dios! Este es el plan de Dios. Pero hay algo importantísimo en este plan de Dios que no he mencionado. Es un plan amoroso, que se realiza en el amor. Pero ¿qué requiere el amor para ir adelante? Requiere reciprocidad: el amor necesita ser acogido y respondido. Solo así va adelante. Y eso, a su vez, requiere libertad. Dios creó al hombre libre para hacerlo capaz de amor, capaz de él (Homo capax Dei), libre para poder recibir su amor y libre para responder a él, pero entonces también capaz de decir «no». Y aquí llegamos al drama del pecado. Dios asumió el riesgo del pecado, y la Escritura nos dice que ya el primer hombre dio su no a Dios: el pecado original. El relato que hemos escuchado del Génesis se centra en las consecuencias inmediatas de ese pecado y en la reacción de Dios ante el pecado del hombre. La primera consecuencia del pecado es un oscurecimiento tal de la razón que el hombre se esconde de su único bien. El hombre se ve desnudo, despreciable, y se esconde de su único bien, se esconde de quien le ama. La razón del hombre se ofusca tanto que llega a considerar a Dios un adversario de su libertad, un enemigo de su felicidad, un castigador de su miseria: «Oí tu ruido en el jardín, me dio miedo, porque estaba desnudo, y me escondí». El pecado original implica un oscurecimiento de la razón, que deja al hombre a merced del error; y un debilitamiento de la voluntad, que deja al hombre a merced del mal. Conclusión: nuestra libertad ha venido a menos.
Vamos a la reacción de Dios. No se puede entender sin aludir al diablo. Dios entiende que el pecado del hombre no nace de una maldad intrínseca del hombre, sino de un engaño. Adán, recién creado, es aún un ser infantil, inmaduro aún, y ha sido engañado por el diablo. Por tanto, Dios sentencia no al hombre sino al diablo, y promete que la misma raza humana, la mujer, María, y su descendencia, su hijo, Jesús, destruirá la obra diabólica: «Pongo hostilidad entre ti y la mujer, entre tu descendencia y su descendencia; esta te aplastará la cabeza, cuando tú la hieras en el talón». El oscurecimiento de la razón, por el cual el hombre se esconde de su bien lo deshará Cristo, en la cruz: ella es el grito con el que Dios proclama su amor definitivo por el hombre y atrae al hombre hacia sí: «Cuando yo sea elevado sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí», dirá Cristo. Y el mismo amor que se derrama desde la cruz, que por la resurrección es presente a todo hombre, es la fuerza que llega a nuestro corazón debilitado y lo fortalece. Mirando la cruz se deshace el engaño del diablo; bebiendo su amor en los sacramentos se fortalece el alma; y así volvemos a ser libres para amar y ser amados, para alcanzar el destino glorioso para el que Dios nos creó.
Pero para llegar a este punto de Cristo en la Cruz, Dios quiere contar con el sí de María, un sí pleno y libre, un sí no condicionado por el pecado, no condicionado por la debilidad de la voluntad y el oscurecimiento de la razón, que con el pecado original llega a todos los hombres. Por eso la preservó del pecado original, desde el instante de su concepción. María es la concebida sin que el pecado original y sus consecuencias, la toquen. La proclamación solemne del dogma de la Inmaculada Concepción de María dice así: «La bienaventurada Virgen María fue preservada inmune de toda mancha del pecado original en el primer instante de su concepción por singular gracia y privilegio de Dios omnipotente, en atención a los méritos de Jesucristo, Salvador del género humano». La misma gracia que desde la cruz deshace para nosotros la obra del pecado, es la que Dios aplicó a María en su concepción, no para deshacer en ella la obra del pecado, sino para que el pecado no la tocase en absoluto.
En realidad, el ángel, cuando saluda a María, está diciendo ya, no solo que ella no tiene mancha alguna de pecado, sino que tiene todas las gracias divinas: «Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo». Y aquí llegamos al punto clave para contemplar y alegrarnos de este misterio de la Inmaculada Concepción de María. Ella es preservada del pecado y enriquecida con todas las gracias para decir sí y traer al mundo a Dios hecho hombre. Su concepción inmaculada le hace plenamente libre y dueña de sí. Con esa libertad plena se entrega al amor de Dios: «He aquí la esclava del Señor»; y con esa libertad plena dice sí a Dios: «Hágase en mí, según tu palabra», en un sí que abarca todo su ser y toda su vida, incluyendo la cruz de su Hijo. Ese sí por ser libre es meritorio y capaz de traer al mundo al que no cabe en el mundo, de hacer hombre al que creó al hombre. La libertad de la Inmaculada, don de Dios, y su sí, mérito de ella, nos dan al Salvador.
María Inmaculada, danos siempre a tu Hijo, danos siempre a nuestro Salvador.
Alabado sea Jesucristo
Siempre sea alabado
Enrique Santayana C.O.
Homilía del 8 de diciembre de 2025 en el Oratorio de San Felipe Neri, de Alcalá de Henares
[1] SAN IRENEO DE LYON, Adversus Haereses IV,20.7
ESPERANDO A CRISTO
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- Escrito por P. Enrique Santayana C.O.
- Categoría: Domingo I
I Domingo Adviento A
30-XI-2025
«A uno lo tomará, a otro lo dejará» (Mt 24,40)
El gran profeta del Adviento, Isaías, recibe una visión espectacular que ha de comunicar. Hemos escuchado que la visión se refería a «los días futuros», aunque sería mejor traducir, «los últimos días». Luego explicaré qué significa en los textos proféticos del Antiguo Testamento eso de «los últimos días». El caso: en la visión aparece un monte inmenso. Al principio parece que se trata del monte Sion, pero no es así exactamente. Es un monte Sion nuevo, que asume al viejo monte Sion, el que veían los judíos de entonces y podemos ver nosotros si viajamos a Jerusalén. El monte de la visión de Isaías se eleva sobre todos los demás montes de la tierra. En la historia religiosa de Israel, sobresalen dos montes: el monte Sinaí, donde Israel, había recibido la Ley de Dios, entendida como luz para guiarse por esta vida; y el monte Sion donde se asienta Jerusalén y el Templo, el lugar donde Israel podía conocer a Dios, a través de la enseñanza sacerdotal; donde podía suplicar perdón con los sacrificios ofrecidos por los sacerdotes; donde cantaba los salmos para suplicar clemencia, o para dar gracias, donde adoraba a Dios. Estos dos montes están relacionados porque la ley del Sinaí se guarda en el templo, en el monte Sion. Por eso Israel caminaba, peregrinaba, desde todos los lugares, año tras año, hasta el monte Sion, hasta el templo. Y en el camino cantaba salmos compuestos para la ocasión, como este que hemos cantado nosotros hoy: «Vamos alegres a la casa del Señor».
Pero en la visión de Isaías, al nuevo monte Sion no peregrinan solo los judíos, sino todos los pueblos: «Hacia él confluirán todas las naciones, caminarán pueblos numerosos». ¿Y qué encuentran allí? 1.La ley, esto es, la guía y la luz para el camino de la vida; 2.la palabra del Señor, con la que el Señor se nos da a conocer y con la que establece relación con nosotros, porque de otra forma no podríamos aspirar a relacionarnos con él. Y sobre todo, las naciones encuentran en este nuevo Sion 3.a Dios mismo, que juzga entre las naciones, que trae la justicia de Dios, la que desean los pobres, la que desean los pecadores que se ven impotentes ante la tiranía del pecado. Y, porque estará Dios en medio de ellos e impondrá justicia, habrá paz: el milagro de la comunión, que deja atrás las sospechas, los temores, los abusos y los egoísmos.
¿Qué es todo esto? Esto es el fin, el fin de los tiempos, entendidos como la meta, la gran meta del pueblo de Dios. La meta de Israel no se había alcanzado al salir de la esclavitud de Egipto y conquistar la tierra prometida. Ni se alcanzará tampoco cuando Judá vuelva del exilio de Babilonia. La gran meta es el tiempo en el que todos los pueblos conocerán a Dios y tendrán a Dios en medio de ellos. Son los tiempos del Mesías y de su Templo, que no es una casa de piedra, sino su Iglesia, como la casa familiar donde se reúnen y se conocen los esposos, los hijos, los amigos. La casa familiar donde conocemos a Dios y él se nos da, donde entramos en intimidad con Dios, mientras que, al tiempo, es también el gran monte que se eleva por encima del paso de los reinos de este mundo para extender el conocimiento y la paz de Dios.
Para nosotros, la primera gran invitación del Adviento es esta: «Vamos a la casa del Señor», entremos en esta morada eterna, la Iglesia, para encontrarnos con Dios en su Hijo que viene hecho hombre. Vamos de corazón, para escuchar su palabra, para recibir su luz… ¡Para conocer a Dios! ¡Para recibir la paz de Dios!
En el Evangelio nos habla quien ya ha traído el conocimiento y la paz de Dios, es decir, Jesús, Dios con nosotros. San Pablo dirá que con él viene la plenitud de los tiempos, es decir, la meta de la historia, el fin (Cf. Gal 4,4). Desde entonces los cristianos de cada generación han entendido que viven la plenitud, el final de los tiempos. Vivimos los tiempos mesiánicos, los tiempos de Cristo. Tenemos a mano la plenitud de su amor en la Eucaristía, su perdón y el conocimiento de Dios, mientras que lo ofrecemos también a los hombres de cada generación y de cada nación. San John Henry Newman dirá que, durante el tiempo del Antiguo Testamento, Israel iba progresando en el conocimiento de Dios para preparar su venida, caminando hacia él y esperando su venida. Pero llegado él, ya no hay progreso religioso. Ahora la historia ya no es un avanzar hacia adelante, sino un bordear el fin[1]. Es como el que ha llegado a la gran casa y bordea su cerca exterior. Los cristianos del s. I o del XXI estamos a la misma distancia del centro de la casa; y en cualquier momento, la tapia caerá y lo veremos a él, resucitado, glorioso, y estaremos con él. Es el tiempo de los corazones que anhelan a Dios, no como algo desconocido, sino como alguien que ya crece dentro del alma. Es el tiempo para corazones anhelantes.
El Señor habla de esta segunda venida suya y de nuestra espera. Siguiendo el ejemplo que os ponía antes: la valla de la gran casa caerá en cualquier momento. No sabemos cuándo. Estaremos cada uno en nuestras cosas: trabajando o disfrutando de la familia, predicando, o haciendo nuestras oraciones, jugando al futbol o leyendo un libro…, llevando adelante nuestra familia o nuestra nación. Y en un instante la valla caerá. El Señor lo compara a lo que ocurrió en tiempos de Noé: «la gente comía y bebía, se casaban los hombres y las mujeres tomaban esposo, hasta el día en que Noé entró en el arca; y cuando menos lo esperaban llegó el diluvio y se los llevó a todos». Y aquí el Señor hace una gran advertencia: cuando él vuelva «dos hombres estarán en el campo, a uno se lo llevarán y a otro lo dejará; dos mujeres estarán moliendo, a una se la llevará y a otra la dejará». Él tomará como suyo, como amigo del alma, a quien le espera, a quien le anhela, y dejará al otro, que estará haciendo lo mismo, pero sin esperarlo a él. Esta es la segunda gran llamada del Adviento: «Estad en vela». Estad en vela para que crezca el amor y, con él, el gozo del encuentro. Cristo nos manda velar y vigilar: esperarlo a él y velar sobre nuestro propio corazón, de forma que no nos apeguemos demasiado ni demos un valor excesivo al presente, de forma que no confiemos mucho en proyectos humanos o políticos, y no fomentemos grandes expectativas en este mundo. Hemos de esperarlo y anhelarlo. Anhela su retorno aquel que no para de mirarlo en las Escrituras, el que no se cansa de contemplarlo en el pesebre, o en los caminos de Galilea, o en la cruz; el que no se cansa de acudir y buscarlo en los sacramentos, el que no se cansa de servirlo en los pobres, en los pecadores, en los enfermos o en los que están solos…, el que no se cansa de hacer el bien. Ese hace crecer la presencia de Cristo en el alma y el deseo de contemplarlo cara a cara. «No sabéis el día que vendrá vuestro Señor […] estad preparados, porque a la hora que menos penséis, viene el Hijo del hombre».
A unos los tomará como suyos y lo hará para siempre. A otros los dejará y lo hará también para siempre. Tomará a los que le esperan, dejará a los que no. El mundo no lo esperará, los cristianos, los que lo sean de verdad, lo esperamos siempre.
Alabado sea Jesucristo
Siempre sea alabado
Enrique Santayana C.O.
Homilía del I Domingo de Adviento, 30 de noviembre de 2025
Oratorio de San Felipe Neri. Alcalá de Henares
Oratorio de San Felipe Neri. Alcalá de Henares
[1] Cf.: JOHN HENRY NEWMAN, “Esperando a Cristo”, en: ID., Sermones parroquiales VI, (Encuentro, Madrid 2013), 217.