Oratorio San Felipe Neri de Alcalá de Henares

Solemnidad de Jesucristo, Rey del Universo
Ciclo C / 23-XI-2025

«Hueso tuyo y carne tuya somos» (2 Sam 5,1)

La primera lectura nos trae a la memoria el momento en el que el pueblo de Israel reconoce en David a su rey. Esto ocurrió mucho tiempo después de aquel episodio en el que David, aún muy joven e inexperto, con su honda de pastor, había hecho frente al campeón del ejército enemigo y lo había abatido, ante la mirada de los dos ejércitos, el hebreo y el filisteo. Antes de ese momento, Dios había hecho que el profeta Eliseo ungiese a David como rey, en un acto casi clandestino, cuando aún Saúl ocupaba el trono. Pero David debía esperar muchos años y pasar por muchas penosas pruebas, hasta el momento de reinar de forma efectiva sobre Israel. Es el momento que rememora la primera lectura, cuando el pueblo lo reconoce su rey. La expresión de ese reconocimiento es casi la fórmula de un desposorio. ¿Recordáis las palabras de Adán al reconocer a Eva? «Esta sí es carne de mi carne y hueso de mis huesos», una fórmula de desposorio por la que Adán reconoce a Eva como algo propio. Aquí Israel se reconoce como algo propio de David: «Hueso tuyo y carne tuya somos»; somos algo tuyo, tú eres nuestro rey, nosotros somos tu pueblo. ¿Qué significa ser rey del pueblo de Dios? Significa estar al frente del pueblo para afrontar los peligros y los desafíos de la historia, como un pastor al frente de su rebaño. El rey de Israel es el Pastor de Israel, quien se pone a la cabeza para hacer frente al peligro: «Ya cuando Saúl reinaba sobre nosotros, eras tú el que dirigía las salidas y entradas de Israel», le dicen. Y no por iniciativa propia, sino por designación divina: «Dios te había dicho: “Tú pastorearás a mi pueblo. Tú serás el jefe de Israel”». Tras este reconocimiento, los ancianos, es decir, los principales del pueblo, lo ungen rey. David, pastor y rey de Israel, es figura que anticipa y anuncia al verdadero pastor y rey del Pueblo de Dios, a Jesús. Dios lo ungió con el Espíritu Santo en las aguas del Jordán, cuando fue bautizado por Juan, y él se ha puesto al frente de su pueblo, ha afrontado la lucha contra el mal, ha vencido, y nosotros le decimos hoy: «hueso tuyo y carne tuya somos», tú eres nuestro pastor, nuestro rey.

El salmo también nos da una clave importante para celebrar esta fiesta. Expresa la alegría de los peregrinos que vienen de lejos y, por fin, entran en Jerusalén, en el Templo, en la presencia de Dios. Reconociendo a Jesucristo como nuestro rey, el salmo suscita la alegría de ir con él a la cabeza hasta el mismo Dios. El rey se pone al frente, para hacer frente al enemigo, y para conducir al pueblo y llevarlo hasta un lugar más elevado. Cristo se hace nuestro Rey para llevarnos hasta Dios: «Vamos alegres a la casa del Señor». Dios es nuestro verdadero destino. No tenemos aquí «una patria permanente» (Hb 13,14), una casa permanente: Solo Dios es nuestro destino y solo Cristo nos lleva hasta él.
 
Pero esa victoria es el resultado de una lucha. La que manifiesta el evangelio de hoy: el momento en el que Cristo concluye su lucha contra el mal. No nos percatamos del peligro que supone para nosotros este mal. Jesús nos ha enseñado a pedir vernos liberados de él: «líbranos del mal», «líbranos del malo». En el padrenuestro con la palabra mal se designa algo muy real. El mal es el peso insoportable de las consecuencias del pecado y es también el diablo, que nos sumerge en la lejanía de Dios, en la perdición eterna. Vivimos demasiado despreocupados con respecto a este mal, como si fuera algo irreal. Luego nos asombramos cuando vemos a inocentes muertos en una guerra; o la crueldad del aborto, los niños troceados en seno de sus madres, triturados y absorbidos por una aspiradora hasta ser desechados en el cubo de basura; o el dolor de los niños, cuando un padre o una madre adulteran y rompen la convivencia familiar. Es la punta de iceberg del horror del infierno, del mal absoluto en el que nos precipita el pecado. No nos percatamos ni de su horror, ni de su fuerza para cumplir su propósito. Cristo sí, por eso le hace frente desde el principio de su vida, por eso nos enseña a suplicar a Dios vernos libres de él y por eso llega a la cruz. No es una broma el mal, ni es una broma la lucha de Cristo contra él, no es una broma la cruz, donde Cristo se enfrenta y vence al mal.
El mismo Jesús explica en qué consiste la cruz, su lucha, cuando instituye la Eucaristía: «Esto es mi cuerpo, que se entrega por vosotros». «Esta es mi sangre […] derramada por muchos para el perdón de los pecados». La muerte en cruz es un acto de autoentrega, un acto de amor en favor de los hombres, un acto de amor tan descomunal y tan grandioso que rescata al hombre atrapado en el pecado. Es un amor que destruye la muerte, es una luz que rompe las tinieblas. Imaginad por un momento el mundo antes de dar inicio la creación. No se puede imaginar, lo sé, pero intentad imaginad la nada. Y, de repente, el acto creador de Dios que hace que en la nada surja la luz, una explosión de belleza, de orden, de ser. Pues bien, la cruz es una nueva creación. En medio de siglos de pecado y de pena, Cristo realiza un acto de amor único e inimaginable, con el que saca al mundo de la oscuridad y lo recrea.  La lucha de Cristo consiste en llevar ese amor hasta el final, hasta sus últimas consecuencias y hasta la perfección. Lo adelanta en la Eucaristía, se dirige a él con firmeza, «con ansia he deseado comer esta pascua con vosotros antes de padecer», y, ya crucificado, permanece en su decisión hasta el fin. Es un momento decisivo. Clavado en la cruz, escucha tres veces, entre insultos y mofas, la invitación a bajar de la cruz, a no llegar hasta el final en su amor. Lo escucha de los magistrados, los principales del pueblo: «A otros ha salvado; que se salve a sí mismo, si él es el Mesías de Dios, el Elegido». Lo escucha de los soldados: «Si eres tú el rey de los judíos, sálvate a ti mismo». Lo escucha de uno de los criminales que han crucificado junto a él: «Si eres el Mesías, sálvate a ti mismo y a nosotros». Pero Cristo no se baja de la cruz, él permanece, ama hasta el fin. Algo absolutamente nuevo ha sucedido y el hombre ha sido redimido.
Hoy la Iglesia entera —la Iglesia que peregrina en la tierra, nosotros, pero también los santos del cielo—, se dirige a Cristo como al nuevo David y reconoce en él al Rey eterno y universal: «Hueso tuyo y carne tuya somos», somos algo tuyo, tú eres nuestro rey, nosotros somos tu pueblo. «Has sido tú, quien se ha puesto al frente en la batalla, quien ha luchado y ha recibido los golpes, quien ha sido ensangrentado, quien ha amado, quien ha vencido. Somos tuyos. Y como el «buen ladrón» reconocemos en el crucificado a nuestro Rey y suplicamos: «Jesús» —es este nombre el que repetimos—, «Jesús, acuérdate de mí, cuando estés en tu reino». La respuesta de Jesús no se hace esperar: «hoy estarás conmigo en el paraíso». San Ambrosio, con su amor por Jesús ve enseguida el valor de estas palabras y comenta que el ladrón le pide a Jesús que se acuerde de él, pero Jesús le promete mucho más: hoy estarás conmigo. Y concluye san Ambrosio: «La vida es estar con Cristo». Y nosotros ya no queremos otra cosa: estar con Cristo, porque el amor nos ha hecho suyos.
 
Solo me queda una cosa. Si el mal es algo real, y el amor de Cristo es también real, nuestra adhesión a él, el proclamarlo rey, también debe ser algo real, no meras palabras, no meros sentimientos. Nuestra adhesión a él debe ser real y abarcar toda nuestra vida, porque nada suyo se ha ahorrado en su amor.
Cuando el Papa Pio XI instituyó esta fiesta quería enseñar que no hay nada de la vida del hombre que deba sustraerse al reinado de Cristo. Él ha de reinar, primero, en el alma, y luego en el mundo. Ha de llenar el mundo con su luz: el matrimonio, la amistad, el trabajo, la economía, las leyes, la política. Uno de los males de nuestra época es que los cristianos se han creído que pueden separar su vida sexual de la ley de Cristo, su vida social de la ley de Cristo, su vida económica de la ley de Cristo…. El Reino de los cielos es una realidad celeste, no de la tierra, viene del cielo. Y la disfrutaremos plena y definitivamente en el cielo, no aquí. Pero Cristo lo ha traído y lo ha plantado en la tierra, al plantar su cruz. Ha puesto su Reino como una pizca de levadura en la masa de este mundo y cada generación de cristianos tiene el deber de hacer que esta levadura transforme la vida entera de los hombres. La única fórmula para hacer esto es la unirnos a Cristo y plantar una y otra vez, una generación tras otra, la cruz de Cristo con nuestra propia entrega; plantarla como la semilla de mostaza, que, aunque pequeña, puede crecer, convertirse en un gran árbol y dar cobijo a los hombres. Hemos de poner cada día la luz en el candelero, para que alumbre todos los rincones de la vida del hombre, porque Cristo ha traído su luz al mundo para iluminar el mundo entero.
 
Jesucristo, Rey nuestro, que la creación entera sirva a tu majestad y te glorifique sin fin. 

 

Alabado sea Jesucristo
Siempre sea alabado
 
Enrique Santayana C.O.
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Homilía del 23 de noviembre de 2025, solemnidad de Jesucristo, Rey del Universo.
Oratorio de San Felipe Neri, de Alcalá de Henares
Autor-1681;P. Enrique Santayana Lozano C.O.
Fecha-1681Lunes, 24 Noviembre 2025 19:05
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