I Domingo Adviento A
30-XI-2025
«A uno lo tomará, a otro lo dejará» (Mt 24,40)
El gran profeta del Adviento, Isaías, recibe una visión espectacular que ha de comunicar. Hemos escuchado que la visión se refería a «los días futuros», aunque sería mejor traducir, «los últimos días». Luego explicaré qué significa en los textos proféticos del Antiguo Testamento eso de «los últimos días». El caso: en la visión aparece un monte inmenso. Al principio parece que se trata del monte Sion, pero no es así exactamente. Es un monte Sion nuevo, que asume al viejo monte Sion, el que veían los judíos de entonces y podemos ver nosotros si viajamos a Jerusalén. El monte de la visión de Isaías se eleva sobre todos los demás montes de la tierra. En la historia religiosa de Israel, sobresalen dos montes: el monte Sinaí, donde Israel, había recibido la Ley de Dios, entendida como luz para guiarse por esta vida; y el monte Sion donde se asienta Jerusalén y el Templo, el lugar donde Israel podía conocer a Dios, a través de la enseñanza sacerdotal; donde podía suplicar perdón con los sacrificios ofrecidos por los sacerdotes; donde cantaba los salmos para suplicar clemencia, o para dar gracias, donde adoraba a Dios. Estos dos montes están relacionados porque la ley del Sinaí se guarda en el templo, en el monte Sion. Por eso Israel caminaba, peregrinaba, desde todos los lugares, año tras año, hasta el monte Sion, hasta el templo. Y en el camino cantaba salmos compuestos para la ocasión, como este que hemos cantado nosotros hoy: «Vamos alegres a la casa del Señor».
Pero en la visión de Isaías, al nuevo monte Sion no peregrinan solo los judíos, sino todos los pueblos: «Hacia él confluirán todas las naciones, caminarán pueblos numerosos». ¿Y qué encuentran allí? 1.La ley, esto es, la guía y la luz para el camino de la vida; 2.la palabra del Señor, con la que el Señor se nos da a conocer y con la que establece relación con nosotros, porque de otra forma no podríamos aspirar a relacionarnos con él. Y sobre todo, las naciones encuentran en este nuevo Sion 3.a Dios mismo, que juzga entre las naciones, que trae la justicia de Dios, la que desean los pobres, la que desean los pecadores que se ven impotentes ante la tiranía del pecado. Y, porque estará Dios en medio de ellos e impondrá justicia, habrá paz: el milagro de la comunión, que deja atrás las sospechas, los temores, los abusos y los egoísmos.
¿Qué es todo esto? Esto es el fin, el fin de los tiempos, entendidos como la meta, la gran meta del pueblo de Dios. La meta de Israel no se había alcanzado al salir de la esclavitud de Egipto y conquistar la tierra prometida. Ni se alcanzará tampoco cuando Judá vuelva del exilio de Babilonia. La gran meta es el tiempo en el que todos los pueblos conocerán a Dios y tendrán a Dios en medio de ellos. Son los tiempos del Mesías y de su Templo, que no es una casa de piedra, sino su Iglesia, como la casa familiar donde se reúnen y se conocen los esposos, los hijos, los amigos. La casa familiar donde conocemos a Dios y él se nos da, donde entramos en intimidad con Dios, mientras que, al tiempo, es también el gran monte que se eleva por encima del paso de los reinos de este mundo para extender el conocimiento y la paz de Dios.
Para nosotros, la primera gran invitación del Adviento es esta: «Vamos a la casa del Señor», entremos en esta morada eterna, la Iglesia, para encontrarnos con Dios en su Hijo que viene hecho hombre. Vamos de corazón, para escuchar su palabra, para recibir su luz… ¡Para conocer a Dios! ¡Para recibir la paz de Dios!
En el Evangelio nos habla quien ya ha traído el conocimiento y la paz de Dios, es decir, Jesús, Dios con nosotros. San Pablo dirá que con él viene la plenitud de los tiempos, es decir, la meta de la historia, el fin (Cf. Gal 4,4). Desde entonces los cristianos de cada generación han entendido que viven la plenitud, el final de los tiempos. Vivimos los tiempos mesiánicos, los tiempos de Cristo. Tenemos a mano la plenitud de su amor en la Eucaristía, su perdón y el conocimiento de Dios, mientras que lo ofrecemos también a los hombres de cada generación y de cada nación. San John Henry Newman dirá que, durante el tiempo del Antiguo Testamento, Israel iba progresando en el conocimiento de Dios para preparar su venida, caminando hacia él y esperando su venida. Pero llegado él, ya no hay progreso religioso. Ahora la historia ya no es un avanzar hacia adelante, sino un bordear el fin[1]. Es como el que ha llegado a la gran casa y bordea su cerca exterior. Los cristianos del s. I o del XXI estamos a la misma distancia del centro de la casa; y en cualquier momento, la tapia caerá y lo veremos a él, resucitado, glorioso, y estaremos con él. Es el tiempo de los corazones que anhelan a Dios, no como algo desconocido, sino como alguien que ya crece dentro del alma. Es el tiempo para corazones anhelantes.
El Señor habla de esta segunda venida suya y de nuestra espera. Siguiendo el ejemplo que os ponía antes: la valla de la gran casa caerá en cualquier momento. No sabemos cuándo. Estaremos cada uno en nuestras cosas: trabajando o disfrutando de la familia, predicando, o haciendo nuestras oraciones, jugando al futbol o leyendo un libro…, llevando adelante nuestra familia o nuestra nación. Y en un instante la valla caerá. El Señor lo compara a lo que ocurrió en tiempos de Noé: «la gente comía y bebía, se casaban los hombres y las mujeres tomaban esposo, hasta el día en que Noé entró en el arca; y cuando menos lo esperaban llegó el diluvio y se los llevó a todos». Y aquí el Señor hace una gran advertencia: cuando él vuelva «dos hombres estarán en el campo, a uno se lo llevarán y a otro lo dejará; dos mujeres estarán moliendo, a una se la llevará y a otra la dejará». Él tomará como suyo, como amigo del alma, a quien le espera, a quien le anhela, y dejará al otro, que estará haciendo lo mismo, pero sin esperarlo a él. Esta es la segunda gran llamada del Adviento: «Estad en vela». Estad en vela para que crezca el amor y, con él, el gozo del encuentro. Cristo nos manda velar y vigilar: esperarlo a él y velar sobre nuestro propio corazón, de forma que no nos apeguemos demasiado ni demos un valor excesivo al presente, de forma que no confiemos mucho en proyectos humanos o políticos, y no fomentemos grandes expectativas en este mundo. Hemos de esperarlo y anhelarlo. Anhela su retorno aquel que no para de mirarlo en las Escrituras, el que no se cansa de contemplarlo en el pesebre, o en los caminos de Galilea, o en la cruz; el que no se cansa de acudir y buscarlo en los sacramentos, el que no se cansa de servirlo en los pobres, en los pecadores, en los enfermos o en los que están solos…, el que no se cansa de hacer el bien. Ese hace crecer la presencia de Cristo en el alma y el deseo de contemplarlo cara a cara. «No sabéis el día que vendrá vuestro Señor […] estad preparados, porque a la hora que menos penséis, viene el Hijo del hombre».
A unos los tomará como suyos y lo hará para siempre. A otros los dejará y lo hará también para siempre. Tomará a los que le esperan, dejará a los que no. El mundo no lo esperará, los cristianos, los que lo sean de verdad, lo esperamos siempre.
Alabado sea Jesucristo
Siempre sea alabado
Enrique Santayana C.O.
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Homilía del I Domingo de Adviento, 30 de noviembre de 2025
Oratorio de San Felipe Neri. Alcalá de Henares
Oratorio de San Felipe Neri. Alcalá de Henares
[1] Cf.: JOHN HENRY NEWMAN, “Esperando a Cristo”, en: ID., Sermones parroquiales VI, (Encuentro, Madrid 2013), 217.