Oratorio San Felipe Neri de Alcalá de Henares

IV Domingo Adviento A
21-XII-2025

«La virgen está encinta y da a luz un hijo… Enmanuel»
(Is 7,14)

La lectura de Isaías es muy conocida, la escuchamos muchas veces en la liturgia. El rey Ajaz se estremece ante los ejércitos de Samaría y de Siria que se dirigen hacia Jerusalén, y la ciudad se estremece de miedo, «como se estremecen los árboles del bosque por el viento», dice la Escritura. En la persona del profeta Isaías, sacerdote importante de Jerusalén, Dios sale al paso del rey y le pide confianza. Y para que su alma pueda fiarse y dejar paso a la calma, le dice: pídeme un signo, que yo te lo daré; un signo «en lo hondo del abismo o en lo alto del cielo». ¡Un gran signo! a la altura de la situación de vida o muerte en la que se encuentra la nación. La respuesta de Ajaz no puede ser más necia: «No lo pido, no quiero tentar a Dios». ¡Pero si es Dios quien por el profeta te está diciendo que se lo pidas! ¿Qué hay en el fondo? El convencimiento de que Dios no está, y de que tiene que enfrentarse solo ante el peligro. El rey cree estar solo. Y con ese triste convencimiento, su corazón no solo se ha llenado de miedo, sino que se ha empequeñecido. Ya no desea cosas grandes: ser un pueblo libre, el pueblo de Dios. Ahora, se conforma con sobrevivir y, desoyendo a Isaías, buscará auxilio en Asiria, la gran potencia del momento. Y Asiria le ayudará, pero ¡no gratis! Judá se convirtió en su vasallo.
Vengamos a nosotros, porque nuestro corazón, como el de Ajaz, se ha empequeñecido. Cuando Dios nos trae a la existencia, nos acompaña la llamada de su amor, que no pasa y no muere. Nos trae a la existencia para una vida grande, su vida. Pero enseguida creemos que Dios está lejos y nosotros solos. Y solos elegimos profesión, solos elegimos esposo o esposa, solos nos enfrentamos a los retos de la vida, solos ante la enfermedad o la muerte. ¡Solos! Y ocurre que se empequeñece nuestro corazón: olvidamos la llamada de Dios a ser señores del mundo, libres para un amor perfecto, y nos entregamos a cualquier pequeño consuelo: a alguien que me mire, al amor siempre pobre de un hombre, al amor siempre pobre de una mujer, a un sueldo… Hablo ahora solo de cosas buenas, pero a las que nos entregamos olvidando nuestra grandeza: que somos hijos de Dios y hemos venido a este mundo para alcanzar la vida de Dios. Solo aspiramos a cosas de este mundo, ¡no queremos tentar a Dios!, como el rey Ajaz. Como si fuese soberbia aspirar a la vida divina. ¡Pero si Dios ha puesto en el corazón del hombre el deseo de alcanzarle a él! ¡Pero si es Dios quien ha dejado en nuestro corazón su voz que clama: «Busca mi rostro»!
La falta de confianza de Ajaz ofende a Dios, pero no se da por vencido: «¿No os basta cansar a los hombres, que cansáis incluso a mi Dios?», le dice el profeta al rey. Y sigue: «el Señor, por su cuenta, os dará un signo. Mirad: la virgen está encinta y da a luz un hijo, y le pondrá por nombre Emmanuel». Un signo que conmueve el universo y sus leyes: una virgen que espera un hijo y un hijo que es Dios. Si nosotros nos olvidamos de Dios y así de nuestra grandeza, Dios viene a nuestra pequeñez, a un seno virginal y se hace Dios con nosotros. ¿Cumplirá Dios una promesa así? La respuesta la tenemos en la Navidad que nos disponemos a celebrar.
 
El evangelio de hoy nos ayuda a acercarnos a este cumplimiento de la promesa de Dios, de la mano de José. María se encontraba desposada con José. Ya eran esposos, aunque no habían comenzado la convivencia conyugal. San Mateo dice que José era un hombre justo, fiel a la ley divina, porque la ley expresa la voluntad de Dios. Por eso cuando José viene a saber que María, cuando no había comenzado la convivencia conyugal, espera un hijo, decide actuar conforme a la ley divina y repudiar a María, rechazarla como esposa. Sin embargo, la atención a la ley divina no es para José una simple atención a una ley escrita, es una atención a Dios, un estar dispuesto para Dios. Al escuchar la ley, José escucha a Dios, dialoga con él, por eso le va a ser fácil el paso siguiente. San Ambrosio dice que en José además de la justicia, se da la amabilidad, la piedad humana. Justicia porque no se plantea otra cosa que no sea hacer la voluntad de Dios; amabilidad, piedad humana, porque busca la forma menos gravosa para María: repudiarla en secreto. Esa forma elevada de justicia y esa piedad, le preparan para el paso siguiente: «se le apareció en sueños un ángel del Señor que le dijo: “José, hijo de David, no temas acoger a María, tu mujer, porque la criatura que hay en ella viene del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo y tú le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de los pecados». Conviene detenernos y aprender con José a mirar a Jesús: viene del Espíritu Santo, es decir, del Espíritu de Dios, que es vínculo de amor y, por eso también, Espíritu creador todopoderoso. Jesús es el don del amor libre y soberano de Dios. Es en este momento donde se va a mostrar la verdadera justicia de José: siempre dispuesto para Dios: en la obediencia a su ley y en la obediencia a su palabra directamente recibida. En cuanto recibe este mensaje del ángel, se levanta dispuesto a acoger a María bajo su protección de esposo. Así dice el Evangelio: «Cuando José se despertó, hizo lo que le había mandado el ángel del Señor y acogió a su mujer». El texto griego subraya la prontitud de José, indicando que la acción de acoger a María fue inmediata, como si aún no hubiese terminado de abrir los ojos y ya estuviese buscando a María. José entra así, con su justicia, con su bondad y con su obediencia en el plan de Dios y contribuye con lo que le toca en el plan de la salvación universal.
Antes de la aparición en sueños del ángel, José se tumbó turbado, pero a diferencia de Ajaz, no rechaza el mensaje divino que le viene al encuentro en su angustia. José no esperaba un milagro así, fue sorprendido por Dios, con el gran signo anunciado siglos atrás por Isaías: «Mirad: la virgen concebirá y dará a luz un hijo y le pondrán por nombre Emmanuel, que significa “Dios-con-nosotros”». Dios se hace hombre para ser Dios con nosotros. Este es el gran signo que conmueve el orden del universo. Ese signo se levanta ante nosotros para sacarnos de nuestro olvido de Dios, del olvido de nuestra grandeza, para ensanchar nuestro corazón. Es posible que, olvidados de Dios y de nuestra grandeza, creyéndonos solos, nos hayamos conformado con una vida pequeña, peor aún, que nos hayamos conformado con nuestros pecados que nos llevan a la muerte, pero Dios no se ha olvidado de nosotros y viene a buscarnos en nuestra vida pobre, en medio de nuestras angustias y miserias. Se hace Dios con nosotros, para tomarnos con él. De repente nuestra vida gris se llena de luz. Una luz que vencerá el pecado y la muerte y estallará en la resurrección.
Dios nos llama a dos cosas: a la vida grande que habíamos olvidado, la vida divina, el amor trinitario, la habíamos olvidado, pero él nos la trae; y a colaborar, como José, cada uno con su misión particular, en el plan de la salvación eterna.
Alabado sea Jesucristo
Siempre sea alabado
 
Enrique Santayana C.O.
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Homilía del 21 de diciembre de 2025
IV domingo de Adviento
Oratorio de San Felipe Neri, de Alcalá de Henares.
Autor-1684;P. Enrique Santayana Lozano C.O.
Fecha-1684Domingo, 21 Diciembre 2025 21:30
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