NUESTRA SEÑORA DEL VAL
21-IX-2025
«No tienen vino» (Jn 2,3)
La Iglesia universal celebra hoy el domingo XXV del tiempo ordinario, pero en la ciudad de Alcalá celebramos la solemnidad de Nuestra Señora del Val, patrona de la ciudad. El evangelio nos enseña el verdadero sentido de la fiesta, de esta y de toda fiesta que sea realmente humana.
Jesús viene probablemente de Betania, no la ciudad de Lázaro y sus hermanas, cercana a Jerusalén, sino otra Betania, al Oriente del Jordán (Cf.: Jn 1,28, en la región de Perea), cuya localización ha sido descubierta no hace mucho tiempo. Tres días (Cf.: Jn 2,1) ha tardado en llegar desde allí, recorriendo unos 90 Km a pie, unas seis horas de marcha diarias. Él con los cinco primeros discípulos: Juan, Andrés, Simón (Pedro), Felipe y Natanael. Llegarían cansados a Caná.
La madre de Jesús —así es llamada siempre María por san Juan— ya estaba allí. Debían de ser las bodas de algún pariente o amigo cercano, para que fuera desde Nazaret, a unos diez kilómetros, e invitasen también a Jesús. No es difícil imaginar que María llegó allí y se puso a trabajar en lo necesario para la fiesta nupcial, que duraría varios días, como era habitual. Había ido corriendo bastante más lejos después del anuncio del ángel para ayudar a Isabel en el parto, ahora se comportaría de manera semejante, movida por una caridad solícita y servicial. Eso encaja con el hecho de que María se diese cuenta enseguida de que se acababa el vino: se percató de que faltaba el vino, porque estaba afanada en el servicio. La madre de Jesús se mueve por una caridad solícita.
A Jesús también le habían invitado y fue, porque no es una especie de hombre extraño que huya de sus familiares, de los hombres en general, y de sus cosas, de algo tan bueno como el matrimonio, por ejemplo. Pero seguramente fue también con el deseo de ver a su Madre. Es posible que fuese la primera vez que tenía oportunidad de verla desde que salió de Nazaret para empezar a predicar. Desde entonces había viajado al sur para encontrarse con Juan Bautista y ser bautizado, había pasado 40 días de oración y ayuno en el desierto, siendo tentado por Satanás. Había llamado a los primeros cinco discípulos… Querría también presentárselos a su madre, «para que ella recibiese en su corazón inmaculado a sus discípulos, para confiarle sus almas y su fe, aún inmadura»[1].
San Juan, el evangelista, no se para en narrar el encuentro y las presentaciones. Va enseguida a lo importante: María se da cuenta de que se acaba el vino y se dirige a su hijo: «No tienen vino». La caridad solícita de María se convierte enseguida en oración dirigida a su hijo. No necesita muchas palabras para hacerse entender por Jesús, tienen desde el principio una íntima unión: el vínculo natural entre madre e hijo en ellos es un vínculo mucho más perfecto. Y la respuesta que da Jesús a su madre nos centra en ese vínculo. La traducción que hemos escuchado decía: «Mujer, ¿qué tengo que ver yo contigo? Todavía no ha llegado mi hora». Pero me temo que es una mala traducción, porque ya interpreta el texto griego en una dirección que nos despista, como si Jesús quisiera marcar distancia con su madre. El texto griego dice más literalmente: «Mujer, ¿qué [hay] entre tú y yo? Todavía no ha llegado mi hora».
Antes he dicho que el evangelio de san Juan se refiere siempre a María como «la madre de Jesús». Pero Jesús la llama «mujer». Esto tiene un significado, porque un hijo no llama a su madre de forma natural «mujer». Al hacerlo así, Jesús situaba a María en el plan de Dios, por el cual él, Redentor del mundo, va a ser el principio de una nueva creación, el Nuevo Adán, y su Madre, junto a él, la Nueva Eva, madre de todos los creyentes, nuestra madre, Madre de la Iglesia. De forma que la maternidad de María con respecto a Jesús es también la maternidad espiritual de toda la progenie de su Hijo. Y ese es el vínculo al que Jesús apela, cuando le dice a su madre: ¿qué hay entre tú y yo? Como decirla: tú y yo estamos unidos por una misión y el momento de cumplirla no ha llegado.
Esto se entiende si nos referimos al momento clave de la vida de Jesús. ¿Sabéis cómo llama Jesús a ese momento en el evangelio de san Juan? «Mi hora». Y esa hora es su entrega en la cruz. Allí, en la cruz, Jesús llama a María para hacerla partícipe de su obra redentora: «Mujer, ahí tienes a tu hijo». Esa obra redentora en la cual, desde la cruz vierte su amor para transformar el corazón del hombre y desposarlo con él. Esa obra redentora por la cual el vino «que alegra el corazón del hombre», es decir, el amor divino, se vierte en el corazón de los que creen en él.
Así pues: «¿qué hay entre tú y yo, Mujer?» no es una forma de marcar distancia con su madre, sino la forma de apelar al vínculo que le une a él, el Redentor del mundo, con la que ha de ser la Madre de la Iglesia y, si lo queremos reconocer, la Corredentora. Y aún no ha llegado el momento en el que él haga brotar de su costado el vino nuevo de la gracia divina, del amor que lava, purifica y eleva la condición del que cree: «Todavía no ha llegado mi hora».
Pero como Jesús no puede no atender el ruego de su Madre, lo va a hacer signo de lo que ocurrirá en la cruz: cuando vierta el vino de su amor sobre el corazón de los que creen en él. Y así se entiende perfectamente todo lo que pasa a continuación: la madre no es ni se siente desplazada, sino que asume su lugar, junto a su Hijo, como la Señora de la casa, que ordena para dispensar el vino bueno a los invitados de su Hijo: «Haced lo que él os diga». Las tinajas de piedra, un número cuantioso, que habían servido el agua para los ritos judíos de purificación, estaban ya vacías. Jesús manda llenarlas de agua y llevarlas al mayordomo. El mayordomo, que no sabía nada de todo lo que había pasado, prueba lo que le llevan. Es vino. Y se extraña porque no era normal guardar el vino mejor para el final. Efectivamente, él no sabía lo que ahora nosotros sabemos: que el vino bueno es el que nos da Cristo, y que María nos proporciona, solícita, al ver que a nosotros nos falta la gracia de Dios.
El Evangelio nos hace entender que la alegría del corazón del hombre no viene de nada que no sea Cristo y su hora, su entrega en la cruz, a la que nos hacemos presente por la Eucaristía. Nuestros conciudadanos desconocen esto. Saben que van al concierto por la fiesta de la Virgen, pero para la mayoría el vínculo que nos une con el Redentor y su Madre, con su hora, con la cruz, se ha roto. Nuestro mundo, y en gran medida también nosotros, ya no entiende que aquellos motivos por los cuales el hombre ha hecho siempre fiesta, una boda, el nacimiento de un hijo, o cosas similares, pierde sentido si se aleja de aquel que nos da el vino bueno, el mejor vino. Y cuando eso ocurre, la fiesta, buena por las cosas buenas de la vida, degenera en ruido, en sinsentido, en suciedad, y, las más de las veces, en mal gusto, pecado y perversión.
María no dijo a aquellos novios que no celebrasen su amor humano. No dijo a los demás que no celebrasen el amor de los novios. Pero con su súplica, «no tienen vino», nos enseñó que el verdadero vino que alegra cualquier momento de la vida del hombre, que da sentido al gozo y al sufrimiento, al trabajo y a la fiesta, es el vino que se vierte del corazón de su Hijo, el que ella custodia, el vino de la Eucaristía.
Acudamos así a María. Escuchemos a Cristo: «Ahí tienes a tu Madre».
Alabado sea Jesucristo
Siempre sea alabado
Enrique Santayana C.O.
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[1] DOLINDO RUOTOLO, I Quattro Vangeli, (Casa Mariana Editrice, Frigento 2019) 1679.