Oratorio San Felipe Neri de Alcalá de Henares

8-XII-2025 

«He aquí la esclava del Señor» (Lc 1,38) 

Empecemos por san Pablo, que ayuda a entender el significado de la inmaculada concepción de María en el marco del plan con el que Dios inició la creación del mundo y del hombre. Desde los textos más antiguos, la Biblia afirma que el centro de la obra divina es el hombre. Él creó un mundo inmenso para el hombre. Contra todas las corrientes pesimistas, antiguas y modernas, que ven en el hombre algo oscuro, vil y despreciable, la Biblia entiende que hay algo grande, bello y bueno en él, algo por lo que Dios lo ha hecho centro de la creación. ¡Tanta belleza, tanta grandeza, tanto orden en sus leyes naturales, que la ciencia no para de descubrir! ¡Y todo para el hombre! «¿Qué es el hombre para que te fijes en él?», dice el salmo ocho. Hay un misterio de grandeza en nosotros, que la Escritura cifró en la expresión «imagen de Dios», y que solo se desvela con la encarnación, la muerte y la resurrección del Jesucristo. Cristo nos muestra el verdadero destino de Adán. San Pablo es el primer autor cristiano que reflexiona sobre este destino, el para qué de la creación del hombre. En la segunda lectura de hoy lo resume en tres ideas.
Primero, la SANTIDAD: El hombre ha sido creado para la santidad. Hasta entonces era vista en la Biblia como un atributo exclusivamente divino. Sin embargo, mirando a Cristo como verdadero Adán, san Pablo dice: «Dios nos eligiópara que fuésemos santos e intachables». Segundo, la FILIACIÓN DIVINA: Somos criaturas, no somos Dios, pero hemos sido creados para recibir su naturaleza, llegar a ser hijos de Dios y participar de las relaciones únicas de la Trinidad. La filiación divina no es un desarrollo natural de nuestro ser, sino un don sobrenatural, un don que viene de lo alto y nos eleva en el ser. Dios, ha dicho san Pablo: «nos ha destinado […] a ser sus hijos», un don sobrenatural que Dios nos ha concedido «en el Amado», en Cristo. Y tercero, la GLORIA DIVINA: Dios nos ha creado para que alcancemos una belleza y un bien tan grande que él pueda complacerse en nosotros. San Pablo lo dice así: «para que seamos alabanza de su gloria». Un siglo después, san Ireneo desarrolló esta idea: «La gloria de Dios es el hombre viviente; y la vida del hombre es ver a Dios»[1].
 
Pensamos que nuestro ser es despreciable y que nuestro futuro es gris, que no valemos nada. ¡Qué gran mentira del diablo que nos entristece y debilita nuestro ánimo! ¡Nosotros hemos sido creados para Dios! ¡Nuestro destino es Dios! Este es el plan de Dios. Pero hay algo importantísimo en este plan de Dios que no he mencionado. Es un plan amoroso, que se realiza en el amor. Pero ¿qué requiere el amor para ir adelante? Requiere reciprocidad: el amor necesita ser acogido y respondido. Solo así va adelante. Y eso, a su vez, requiere libertad. Dios creó al hombre libre para hacerlo capaz de amor, capaz de él (Homo capax Dei), libre para poder recibir su amor y libre para responder a él, pero entonces también capaz de decir «no». Y aquí llegamos al drama del pecado. Dios asumió el riesgo del pecado, y la Escritura nos dice que ya el primer hombre dio su no a Dios: el pecado original. El relato que hemos escuchado del Génesis se centra en las consecuencias inmediatas de ese pecado y en la reacción de Dios ante el pecado del hombre. La primera consecuencia del pecado es un oscurecimiento tal de la razón que el hombre se esconde de su único bien. El hombre se ve desnudo, despreciable, y se esconde de su único bien, se esconde de quien le ama. La razón del hombre se ofusca tanto que llega a considerar a Dios un adversario de su libertad, un enemigo de su felicidad, un castigador de su miseria: «Oí tu ruido en el jardín, me dio miedo, porque estaba desnudo, y me escondí». El pecado original implica un oscurecimiento de la razón, que deja al hombre a merced del error; y un debilitamiento de la voluntad, que deja al hombre a merced del mal. Conclusión: nuestra libertad ha venido a menos.
Vamos a la reacción de Dios. No se puede entender sin aludir al diablo. Dios entiende que el pecado del hombre no nace de una maldad intrínseca del hombre, sino de un engaño. Adán, recién creado, es aún un ser infantil, inmaduro aún, y ha sido engañado por el diablo. Por tanto, Dios sentencia no al hombre sino al diablo, y promete que la misma raza humana, la mujer, María, y su descendencia, su hijo, Jesús, destruirá la obra diabólica: «Pongo hostilidad entre ti y la mujer, entre tu descendencia y su descendencia; esta te aplastará la cabeza, cuando tú la hieras en el talón». El oscurecimiento de la razón, por el cual el hombre se esconde de su bien lo deshará Cristo, en la cruz: ella es el grito con el que Dios proclama su amor definitivo por el hombre y atrae al hombre hacia sí: «Cuando yo sea elevado sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí», dirá Cristo. Y el mismo amor que se derrama desde la cruz, que por la resurrección es presente a todo hombre, es la fuerza que llega a nuestro corazón debilitado y lo fortalece. Mirando la cruz se deshace el engaño del diablo; bebiendo su amor en los sacramentos se fortalece el alma; y así volvemos a ser libres para amar y ser amados, para alcanzar el destino glorioso para el que Dios nos creó.
 
Pero para llegar a este punto de Cristo en la Cruz, Dios quiere contar con el sí de María, un sí pleno y libre, un sí no condicionado por el pecado, no condicionado por la debilidad de la voluntad y el oscurecimiento de la razón, que con el pecado original llega a todos los hombres. Por eso la preservó del pecado original, desde el instante de su concepción. María es la concebida sin que el pecado original y sus consecuencias, la toquen. La proclamación solemne del dogma de la Inmaculada Concepción de María dice así: «La bienaventurada Virgen María fue preservada inmune de toda mancha del pecado original en el primer instante de su concepción por singular gracia y privilegio de Dios omnipotente, en atención a los méritos de Jesucristo, Salvador del género humano». La misma gracia que desde la cruz deshace para nosotros la obra del pecado, es la que Dios aplicó a María en su concepción, no para deshacer en ella la obra del pecado, sino para que el pecado no la tocase en absoluto.
En realidad, el ángel, cuando saluda a María, está diciendo ya, no solo que ella no tiene mancha alguna de pecado, sino que tiene todas las gracias divinas: «Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo». Y aquí llegamos al punto clave para contemplar y alegrarnos de este misterio de la Inmaculada Concepción de María. Ella es preservada del pecado y enriquecida con todas las gracias para decir sí y traer al mundo a Dios hecho hombre. Su concepción inmaculada le hace plenamente libre y dueña de sí. Con esa libertad plena se entrega al amor de Dios: «He aquí la esclava del Señor»; y con esa libertad plena dice sí a Dios: «Hágase en mí, según tu palabra», en un sí que abarca todo su ser y toda su vida, incluyendo la cruz de su Hijo. Ese sí por ser libre es meritorio y capaz de traer al mundo al que no cabe en el mundo, de hacer hombre al que creó al hombre. La libertad de la Inmaculada, don de Dios, y su sí, mérito de ella, nos dan al Salvador.
 
María Inmaculada, danos siempre a tu Hijo, danos siempre a nuestro Salvador.

 

  

Alabado sea Jesucristo
Siempre sea alabado
 
Enrique Santayana C.O.
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Homilía del 8 de diciembre de 2025 en el Oratorio de San Felipe Neri, de Alcalá de Henares
Fecha-1683Lunes, 08 Diciembre 2025 17:37
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[1] SAN IRENEO DE LYON, Adversus Haereses IV,20.7

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